Octavio Cruz
La proliferación de portales para hacer apuestas, publicitados exageradamente a través de todos los medios de comunicación —sobre todo los relacionados con deportes—, se ha convertido en un fenómeno global preocupante. Basta observar las camisetas de los jugadores, donde lucen los logos de casas de apuestas, como si esto no tuviera consecuencias morales. Lo que está ocurriendo en el mundo es grave y peligroso: asistimos a una descomposición de la ética y la moral pública y popular, derivada de un negocio que se relaciona directamente con las entrañas del deporte y de sus protagonistas, sin que se perciba ningún tipo de reacción preventiva, de vigilancia o control por parte de las sociedades, los gobiernos o los Estados.
No se ha comprendido el riesgo de los vínculos que pueden generarse entre las personas y las apuestas compulsivas, impulsadas por la expectativa de ganancias repentinas. Estamos ante una imposición empresarial que fomenta una actitud cívica de aceptación hacia la ludopatía, sin medir sus consecuencias ni sus implicaciones morales. Todo ello se presenta bajo la apariencia de un emprendimiento legal, aunque muchas veces involucra procedimientos poco santos, incluso ilegales. Existen suficientes pruebas de participaciones oscuras por parte de empresarios, dirigentes de clubes deportivos y jugadores que se han visto envueltos en manipulaciones de resultados, alterando la libre competencia y el espíritu deportivo para obtener beneficios económicos.
También se ha mencionado que las loterías —que en Colombia son de carácter estatal— cuentan con instrumentos tecnológicos capaces de conocer de antemano cuáles son los números no vendidos. Esto les permite realizar sorteos aparentes ante el público, garantizando que los números ganadores correspondan precisamente a los no adquiridos, lo cual constituye un atentado contra la credibilidad y la buena fe que deben regir las relaciones en toda sociedad humana.
El que estos comportamientos se legalicen, se consientan o se toleren solo puede conducir a la descomposición general de una especie que debería aspirar a estados superiores de mejoramiento y pulcritud. La humanidad ha construido su evolución social sobre la base de reglas éticas que permiten la sana convivencia; por ello, el relajamiento moral y la aceptación de prácticas ilegales no pueden sino arrastrar a las sociedades hacia estados imperfectos, caóticos y bestiales.
Hago, por tanto, un llamado a detener y revaluar estos sucesos que, bajo el manto de la normalidad, están socavando silenciosamente los fundamentos éticos de nuestra convivencia.
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