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El Acuerdo de Gaza de Trump: ¿Paz Sostenible o Espejismo Diplomático?

Carlos E. Lagos

El presidente Donald Trump sorprendió al mundo el pasado 8 de octubre al anunciar que Israel y Hamás aceptaron la primera fase de su plan de paz para Gaza: un esquema de 20 puntos que promete terminar dos años de guerra devastadora y abrir la puerta a una reconstrucción bajo su sello personal. El acuerdo contempla un cese al fuego inmediato, liberación de rehenes, intercambio de prisioneros, retiro parcial de tropas y entrada masiva de ayuda humanitaria. Mientras Netanyahu lo calificó como “un gran día para Israel”, Hamás habló de un “paso hacia el fin de la guerra”, aunque dejó claro que persisten desacuerdos sobre el desarme y la gobernanza futura.

El contexto no podría ser más simbólico: el anuncio coincidió con el aniversario del ataque de Hamás del 7 de octubre de 2023, y con las aspiraciones del propio Trump al Nobel de la Paz, tras los Acuerdos de Abraham. El expresidente ha descrito este nuevo marco como “el inicio del fin de siete guerras”, proponiendo incluso la creación de un Board of Peace bajo su liderazgo para administrar la reconstrucción de Gaza.

Las reacciones internacionales han oscilado entre el entusiasmo y el escepticismo. Mientras países árabes como Qatar, Egipto y Turquía, así como la Unión Europea, lo celebraron como un “esfuerzo sincero”, la ONU advirtió sobre contradicciones con el derecho internacional. La Corte Internacional de Justicia declaró ilegal la ocupación israelí en su dictamen de julio de 2024, y la Comisión de la ONU sobre Gaza documentó violaciones graves al derecho humanitario, incluyendo crímenes de guerra. En ese marco, muchos se preguntan si el plan de Trump podrá sostenerse en un terreno jurídico y moral tan erosionado.

Desde el punto de vista histórico, el conflicto palestino-israelí tiene raíces que se hunden en el siglo XIX, entre nacionalismos enfrentados, colonialismo y promesas incumplidas. El resultado es un territorio fragmentado, con 750.000 colonos israelíes en Cisjordania y Jerusalén Este, y millones de palestinos confinados en enclaves bajo asedio. La paz, por tanto, no puede limitarse a detener el fuego: exige enfrentar las causas estructurales —ocupación, asentamientos, soberanía y retorno de refugiados— que siguen sin resolverse.

En el análisis global, el consenso es de optimismo prudente, más por el alivio humanitario que por la confianza en una paz duradera. El académico Carlos Santa María advierte que el acuerdo “alivia el genocidio en curso” pero deja intacta la estructura de la ocupación. Thomas L. Friedman, desde The New York Times, lo ve como “un hito potencial” si conduce hacia los dos Estados, aunque advierte que los asentamientos siguen siendo el “veneno real”. Desde Chatham House, Sanam Vakil critica el sesgo pro-Israel y la exclusión de la Autoridad Palestina, alertando sobre una reconstrucción sin soberanía. En Tel Aviv, el investigador Michael Milshtein considera que Hamás acepta por supervivencia, pero sin renunciar a su lucha; mientras, desde Gaza, Mkhaimar Abusada lo resume como “un mal menor” que no aborda la tragedia de los refugiados ni el control del territorio.

Otros analistas, como Natan Sachs y Hugh Lovatt, comparan el plan con Oslo: acuerdos que detienen el fuego, pero no las causas. En conjunto, ven un alivio táctico, no una solución estructural. La fase inicial puede reducir la violencia —coinciden más del 60% de los expertos consultados—, pero el 80% duda de su sostenibilidad.

Trump busca, una vez más, capitalizar el conflicto bajo su marca de “diplomacia directa”. Pero la paz en Gaza, más que un trofeo, exige reconocer los límites del poder y la fuerza del derecho internacional. Si el acuerdo no enfrenta los temas de fondo —ocupación, soberanía, justicia— será, como Oslo, un espejismo que se disuelve entre ruinas y promesas incumplidas.

Por ahora, Gaza respira un poco. Pero la historia enseña que el aire también puede agotarse.

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