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Mario Vargas Llosa y el Perú: el poder de la literatura

La vida política y literaria de Vargas Llosa está dominada por el
compromiso y la furia intelectual, ya sea a la izquierda o a la derecha.
Su trayectoria como escritor ha logrado influir en la historia de su país.

Luis Esteban G. Manrique

“No escupas al cielo que en la cara te cae”, le aconsejó el presidente peruano, Alan García, a Evo Morales después de que el presidente boliviano criticara a la Academia Sueca por la concesión del premio Nobel de Literatura a un “ultraderechista” como Mario Vargas Llosa. “Como presidente del Perú y en nombre del pueblo peruano protesto por eso que me suena a calumnia, a casi una infamia”, subrayó García.

El mandatario peruano sabía de lo que hablaba. A pesar de que la tradición de escritores latinoamericanos metidos a políticos se remonta a casos tan notables como los de Domingo Faustino Sarmiento en Argentina, José Martí en Cuba o Rómulo Gallegos en Venezuela, el caso del novelista peruano demuestra como pocos los secretos poderes de la literatura en la vida política de América Latina.

Vargas Llosa y García se conocieron en casa de un amigo común en Lima, en 1986, un año después de la elección de García. Se trataron de tú y conversaron durante horas. En una entrevista a una revista española, después de la nacionalización de la banca en 1987, García dijo “querer mucho” al escritor y haber leído casi todos sus libros.

En la coyuntura política de finales de los años noventa, convergieron cuatro figuras de la historia peruana reciente: Vargas Llosa, García, Fujimori y Abimael Guzmán, el jefe de Sendero Luminoso, responsable de buena parte de los 70.000 muertos que causó la guerra interna librada en el país entre 1980 y 1992.

En el siguiente encuentro, las circunstancias fueron bastante más tensas. En junio de 1986, se había producido la masacre de los penales de Lurigancho y El Frontón, donde murieron casi un centenar de presos vinculados a Sendero Luminoso por la represión policial. Vargas Llosa estaba en Lima. La magnitud de lo ocurrido le movió a solicitar una entrevista personal con el presidente para entregarle una carta que apareció publicada en El Comercio. “Una montaña de cadáveres: carta abierta a Alan García” contenía, en un tono respetuoso, una severa crítica a la manera en que el presidente había ordenado poner fin al motín de los inculpados de terrorismo. Lo sucedido, escribió, fue de una desproporción enorme entre el riesgo que los motines planteaban a la democracia y la manera de conjurarlo. A su juicio, lo sucedido resultaba “moral y legalmente injustificable”.

Fue un mal precedente. Tras la irrupción del novelista en la escena política, García le acusó de ser un “farsante” e hizo todo lo que estuvo en su mano para poner piedras en el camino a su candidatura en las elecciones de 1990. La victoria fue para un oscuro ingeniero agrícola de origen japonés, Alberto Fujimori, que recibió en la segunda vuelta el apoyo masivo de la izquierda y del oficialista Partido Aprista Peruano de García, lo que frustró la carrera de Vargas Llosa a la presidencia.

En la coyuntura política de finales de los años noventa, convergieron cuatro figuras de la historia peruana reciente: Vargas Llosa, García, Fujimori y Abimael Guzmán, el jefe de Sendero Luminoso, responsable de buena parte de los 70.000 muertos que causó la guerra interna librada en el país entre 1980 y 1992. Tras la captura de Guzmán, Sendero Luminoso se convirtió en una guerrilla más o menos marginal dedicada al narcotráfico en remotos parajes de la selva amazónica.

Dos décadas después, el desenlace de esa historia ha superado a las más imaginativas ficciones del escritor. Fujimori, que intentó despojarlo de la nacionalidad peruana por sus denuncias del autogolpe que perpetró en 1992, está hoy en la cárcel en compañía de sus otros dos triunviros, el general Nicolás Hermoza y el siniestro jefe de sus servicios de inteligencia, Vladimiro Montesinos, por corrupción y violaciones masivas de derechos humanos.

Guzmán, por su parte, cumple cadena perpetua en una prisión de alta seguridad, muy cerca del calabozo subterráneo donde también cumple su pena Montesinos, y que él mismo ordenó construir en el puerto del Callao para encerrar a los líderes de Sendero. A su vez, García ha vuelto a ser presidente tras un primer gobierno desastroso que dejó una inflación acumulada de dos millones por cien en cinco años. No es extraño que en su brindis de agradecimiento tras recibir el premio Nobel, Vargas Llosa se confesara “desconcertado”, sin saber si “vivía en un sueño o si estaba despierto, si esto que le pasa es la vida o es la literatura, porque los límites entre ambas parecen haberse eclipsado por completo”.

Para el Perú, el desenlace también ha sido afortunado. El segundo gobierno de García concluye en 2011 con una imagen invertida de su primer periodo (1985-90). Gracias a la continuidad de la política macroeconómica que defendió Vargas Llosa a finales de los ochenta y que luego aplicaron sucesivamente Fujimori, Alejandro Toledo y García, el Perú se ha convertido en la nueva estrella ascendente de América Latina. La economía peruana crecerá un 8,3 por cien en 2010, más que cualquier otro de los países grandes de la región, según el FMI. El Perú ha crecido a un promedio anual del seis por cien desde 2002, también la tasa más alta entre las grandes economías latinoamericanas, y con una inflación proyectada del 1,7 por cien para el conjunto de 2010, una de las más bajas de la región. Las inversiones florecen, atraídas por la estabilidad política y económica del país, que ha reducido la pobreza del 54 al 35 por cien de la población en los últimos 10 años, según el Banco Mundial.

La concesión del Nobel a Vargas Llosa supone un serio revés para la campaña de Keiko Fujimori, la hija mayor del expresidente, y que ha prometido que una de sus primeras medidas en el gobierno sería indultar a su padre. El Nobel va a tener algunos efectos en la campaña electoral, cuya primera vuelta tendrá lugar en abril de 2011. El escritor se declara curado de la tentación de la política activa, pero si los compromisos derivados del premio se lo permiten, estará en Lima durante las elecciones.

El diario oficial cubano Granma acusó al nuevo Nobel de haber “destruido con su catadura moral y su obsecuencia con el imperialismo lo que había construido con su obra literaria”

Sus primeras palabras al llegar a Lima tras la ceremonia de entrega en Estocolmo fueron: “Si la hija del dictador que está condenado a la cárcel –por criminal y por ladrón– tiene la posibilidad de ser presidenta del Perú, voy a intentar impedirlo por todos los medios legales posibles. Creo que eso [un gobierno de Keiko Fujimori] sería una verdadera catástrofe para el Perú”.

El peso político reforzado de Vargas Llosa puede ser decisivo el próximo abril. El novelista es hoy la conciencia moral de su país debido a la integridad y coherencia demostrada a lo largo de casi 50 años de vida pública, algo que ahora admiten hasta sus antiguos adversarios políticos. La nueva alcaldesa de Lima, Susana Villarán, de la izquierdista Fuerza Social, ha reconocido la deuda de la izquierda peruana con Vargas Llosa por su defensa de la democracia durante los años del fujimorismo.

El diario oficial cubano Granma acusó al nuevo Nobel de haber “destruido con su catadura moral y su obsecuencia con el imperialismo lo que había construido con su obra literaria”. Pero Vargas Llosa puede ser cualquier cosa menos obsecuente. Lo que Granma llama “desplantes neoliberales” del escritor son verdaderas convicciones en relación a la libertad y los límites del poder.

Vargas Llosa ha declarado que su relación con el Perú era “intensa, áspera y llena de la violencia que caracteriza a la pasión”. Al mismo tiempo, el novelista fue siempre una presencia incómoda, primero para la derecha y después para la izquierda peruanas.

Nada podría entenderse sin considerar sus orígenes en Arequipa, la ciudad que describió así en un ensayo publicado en el suplemento literario del Times de Londres: “Célebre por su espíritu clerical y revoltoso, por sus juristas y sus volcanes, la limpieza de su cielo y su regionalismo. Aunque al año de haber nacido, mi familia me sacó de Arequipa, siempre me he sentido muy arequipeño. ¿No hablamos el castellano más castizo del país y no hemos sido el escenario del mayor número de revoluciones en la historia peruana?”.

Esa vocación humanista y liberal de Arequipa –pero sobre todo política, porque, al fin y al cabo, Guzmán y Montesinos también son arequipeños– es imprescindible para entender el compromiso que lanzó a Vargas Llosa a la arena política. El escritor se proclamó continuador del legado del expresidente José Luis Bustamante y Rivero, primo hermano de su abuelo materno. Años después escribiría: “Hombre patricio y sabio, Bustamante gobernó como si el país que lo había elegido no fuera bárbaro y violento, sino una nación civilizada, de ciudadanos responsables y respetuosos de las instituciones y de las normas que hacen posible la coexistencia social”.

Se sumaban a esos antecedentes familiares su visión del escritor –en la estirpe de Tolstoi o Balzac– como el encargado de registrar y preservar la historia de un país. El novelista-cronista no se limita al papel de un historiador: es casi un sacerdote, el hablador de las tribus machiguengas de su novela El hablador (1989), que influía en el futuro y la identidad de su pueblo al interpretar, replantear y modificar la historia de su pasado.

En tiempos de crisis, en un compromiso de ecos sartrianos, el cronista debía abandonar su torre de marfil para sumergirse en el campo de batalla: un papel inexorable, predestinado.

Pero no fue suficiente. El fracaso de su aventura electoral tuvo mucho que ver con los múltiples errores y malentendidos de su campaña. Sus desencuentros políticos comenzaron con la alianza de su Movimiento Libertad con Acción Popular (AP) y el Partido Popular Cristiano (PPC), miembros de la coalición del Frente Democrático (Fredemo). El problema era que el PPC y AP constituían esa misma “derecha tradicional” que Vargas Llosa descalificaba en cada uno de sus discursos.

Vargas Llosa creía que el marxismo era ontológicamente malo y que con los marxistas solo se podía contemporizar si abjuraban de sus ídolos.

Su carácter vehemente y una etapa ideológica francamente dogmática, propia de un exmarxista que se había abrazado con la fe del converso al neoliberalismo thatcheriano, hicieron el resto. Sus intervenciones agudizaban una polarización en el Perú que ya era extrema a finales de los años ochenta.

Vargas Llosa creía que el marxismo era ontológicamente malo y que con los marxistas solo se podía contemporizar si abjuraban de sus ídolos. En una entrevista dijo que había que “garantizar a las culturas quechuas, aimaras y amazónicas una modernización que preserve, dentro de sus tradiciones, sus creencias, sus ritos, todo aquello que pueda coexistir con la modernidad”. Pero en ese discurso, lo moderno siempre parecía ser extranjero: en una ocasión declaró que quería hacer del Perú un “país europeo”, lo que recordaba incómodamente al discurso hegemónico de la república aristocrática del siglo XIX, para la que Europa era el paradigma.

Sin embargo, el Perú puede encontrar su propia manera de modernizarse sin tener que convertirse en “Europeo”. Con Vargas Llosa –escribieron sus más lúcidos críticos– la derecha peruana había pasado del hispanismo al cosmopolitismo sin haber comprendido la nación.

Quizá García tuvo razón cuando en 1987 afirmó que, por sus muchos años de exilio voluntario, la presencia de Vargas Llosa en la escena política peruana era un hecho contingente y que ello le impedía juzgar en toda su complejidad el Perú de los años ochenta.

Como fuere, tras la derrota electoral, Vargas Llosa pronto recuperó su obsesiva dedicación a la literatura. De esa pasajera experiencia extrajo unas notables memorias: El pez en el agua (1993), un testimonio político y vital apasionante, y uno de los principales libros de su obra.

En los primeros años del gobierno de Fujimori, la actitud de Vargas Llosa fue cauta e incluso elogiosa por las medidas económicas que el gobierno, renegando de sus promesas electorales, había comenzado a aplicar. Todo cambió tras el autogolpe de Fujimori del 5 de abril de 1992, que Vargas Llosa condenó en los términos más duros. Según el escritor, el Perú vivía una dictadura disimulada que perpetuaba la tradición autoritaria latinoamericana: “Hay una política de intimidación sistemática a cualquier tipo de disidencia; la prensa es controlada, sobornada e intimidada; la opinión pública es manipulada y hasta las encuestadoras obedecen a la estrategia del régimen”.

Pero dado que el régimen de Fujimori obtenía victorias contundentes contra el terrorismo y comenzaba a estabilizar la economía, muchos peruanos atribuyeron sus críticas al despecho y al resentimiento. El fujimorismo tildó a Vargas Llosa de “antiperuano” por reclamar sanciones internacionales contra el autogolpe. A través de los medios que controlaba, el gobierno acusó al novelista de querer dejar al país sin créditos y en la bancarrota. Algunos periódicos lo mencionaban como “el español”. Incluso el primado de la Iglesia católica peruana, el cardenal Juan Luis Cipriani, lo atacó de una manera que hizo que Vargas Llosa lo considerara, en un artículo, un “abierto y descarado cómplice de la dictadura”.

Perú entró en una etapa de degradación moral. Las atrocidades cometidas por los escuadrones de la muerte, comandados por Montesinos, no solamente no fueron criticadas, sino hasta aplaudidas. El gobierno ni siquiera se cuidaba de esconder los cadáveres de los estudiantes asesinados, de borrar el rastro de los crímenes perpetrados o de disimular las arbitrariedades de unos aberrantes tribunales sin rostro.

En 2010, una enérgica protesta suya frenó lo que iba a ser una amnistía para Fujimori y otros criminales de los años noventa, que ya había firmado el presidente García.

Aunque arrinconado y en soledad casi absoluta, Vargas Llosa insistió. La publicación de La fiesta del Chivo y su presentación desafiante en Lima en 2000 fueron el golpe devastador. La identificación del dictador dominicano Leónidas Trujillo con Fujimori y de su “hombre fuerte”, Johnny Abbes, con Montesinos, fue inmediata y mostró ante el mundo la verdadera cara del régimen, mucho antes de que el fraude electoral de ese año lo hiciera evidente.

Es arquetípico el caso de su paisano Enrique Chirinos Soto, inicialmente un entusiasta de la candidatura de Vargas Llosa y que luego se convirtió en un fujimorista furibundo, ofreciendo al régimen su notable erudición jurídica para justificar el autogolpe de 1992. El escritor lo convirtió en Henry Chirinos, uno de los personajes más deleznables de la novela.

No fue su último desquite. En 2010, una enérgica protesta suya frenó lo que iba a ser una amnistía para Fujimori y otros criminales de los años noventa, que ya había firmado el presidente García. La ley había sido redactada por el ministro de Defensa, Rafael Rey, que tras haber sido militante del Movimiento Libertad, se pasó con armas y bagajes al ala más dura del fujimorismo. Vargas Llosa envió a García una carta denunciando la ley y presentándole su renuncia como presidente del Museo de la Memoria, que iba a ser construido en recuerdo de los años de la violencia. En realidad, con la carta, Vargas Llosa pedía al presidente la cabeza de Rey. Y García se la entregó: de inmediato exigió su renuncia.

Con la izquierda, su relación no ha sido menos tormentosa: una suerte de amor-odio, generosamente correspondida, desde su temprana afiliación izquierdista –cuando, radicado en París a mediados de los años sesenta, promovió una carta de solidaridad internacional con las guerrillas procubanas que se alzaron en esos años en la selva peruana– hasta su ruptura con el castrismo.

Su adopción del neoliberalismo en los años ochenta convirtió a Vargas Llosa en una de las bestias negras de sus antiguos camaradas. El proceso vejatorio llegó a extremos cuando fue llamado a declarar ante un tribunal de Ayacucho que investigaba el “Informe Uchuraccay” –elaborado por una comisión que él mismo presidió y que explicaba la muerte de ocho periodistas limeños en 1984 en la serranía ayacuchana–. El vocal que presidía el proceso lo maltrató verbalmente durante dos días, lo aisló y lo puso bajo guardia armada en un hotel local.

Ahora, aquietadas las pasiones, ha sobrevenido el tiempo de la reconciliación. Antes del Nobel, Vargas Llosa ha recibido todos –o casi todos– los homenajes que se le podían conceder en el Perú, que ha terminado por reconocer que la inteligencia y la honestidad tarde o temprano se imponen a la idea de que no importan los métodos ni la ética si un gobierno es eficaz.

En sus respectivos discursos de aceptación del Premio Nobel, Octavio Paz (1990) disertó sobre la modernidad y sus desafíos; Gabriel García Márquez (1982) perfiló la identidad latinoamericana a la luz del realismo mágico; Pablo Neruda (1971) habló del proceso de creación poética; y Miguel Ángel Asturias (1967) sobre la novelística latinoamericana en el marco de sus tradiciones indígenas. Vargas Llosa se decantó por hacer una autobiografía intelectual: la aproximación más directa y sincera que podría haber hecho. Por ello, el Perú apareció como tema central y su discurso fue personal y emotivo.

Sus palabras se articularon en torno a la idea de una vocación que logró superar todo tipo de adversidades y desafíos, en gran medida como consecuencia de su condición de peruano, un país pobre donde la literatura –al menos en sus años de juventud– era cosa de excéntricos y bohemios.

El extraordinario camino que culmina con el Nobel podría haber naufragado por las estrecheces económicas, por la falta de perseverancia, de suerte u oportunidades, o quizá haber encallado tras su fracaso electoral. Pero Vargas Llosa venció lo que otro escritor peruano, Julio Ramón Ribeyro, llamó “la tentación del fracaso”: ese poderoso fatalismo, tan arraigado en la idiosincrasia peruana, que suele hacer que el enorme potencial de muchos peruanos termine sin rendir frutos.

La literatura, escribió Vargas Llosa, no alcanza a transformar el mundo ni al hombre, “pero nos induce a servir valores sin los cuales es desesperante el mundo”. Los “poderes secretos de la literatura” tal vez sean capaces de cambiar el mundo sin que el mundo lo advierta. El novelista –encargado de registrar y preservar su “historia íntima”– terminó por influir en su historia oficial. Quizá no haya forma más contundente de demostrar esos secretos poderes.

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