Carlos E. Lagos
Hace cuarenta años, en diciembre de 1985, la Escuela Militar de Cadetes “General José María Córdova” entregó al país una generación irrepetible de oficiales: el Curso Gustavo Matamoros. Aquellos jóvenes subtenientes, procedentes de todos los rincones de Colombia, cruzaron la guardia con la fe intacta, las botas relucientes y la convicción de servir a la patria, sin sospechar que el destino los llevaría a protagonizar una de las etapas más difíciles de la historia nacional.
Eran tiempos de incertidumbre. El país ardía en el fuego cruzado del narcoterrorismo, la expansión guerrillera y la violencia sin fronteras. Y allí estaban ellos: 299 hombres, formados en la disciplina, la lealtad y el sacrificio, enfrentando la guerra asimétrica con el temple que solo da el amor por Colombia. En los montes del sur, en los llanos del oriente, en las selvas húmedas del Guaviare o del Putumayo, dejaron su juventud y su sudor. Muchos no regresaron. Otros lo hicieron marcados por las cicatrices del deber cumplido. Todos, sin excepción, demostraron que la patria se defiende no con palabras, sino con la vida.
El Curso Matamoros fue y sigue siendo símbolo de hermandad y pundonor. En ellos se encarna la historia viva de un Ejército que no se doblegó ante la adversidad y que modernizó su doctrina al precio más alto: la sangre de sus hombres. Participaron en operaciones decisivas como Berlín, Libertad, Casa Verde, y resistieron tomas violentas como las de Mitú, Las Delicias y El Billar. Allí, el valor no fue una consigna sino una forma de existir.
Fue una época muy difícil, donde los recursos escaseaban y los soldados cocían sus botas con alambre. Sin embargo, ni la precariedad ni el miedo quebraron el espíritu Matamoros. Hubo momentos donde muchos compañeros entregaron su vida por defender la República, héroes que la mayoría de los colombianos desconocen y que es un deber conmemorar.
Entre ellos, una mención especial al capitán Orlando Natalio Mazo Gamboa y al teniente Oswaldo Montenegro Hidalgo, símbolos del valor y la entrega absoluta. El primero, asesinado heroicamente durante el asalto a la base militar de Las Delicias, lideró a sus hombres con bravura hasta su último aliento. El periódico El Espectador reseñó su gallardía con palabras que aún estremecen:
“Era tal la barraquera de mi capitán Mazo… estaba en todas partes, revisaba fusiles, daba una palmadita de ánimo, irradiaba alegría y ganas de combatir, parecía un león agredido…”.
El segundo, el teniente Oswaldo Montenegro Hidalgo, oriundo de Pasto, cayó por el disparo cobarde de un francotirador en San Roque, Antioquia, en 1988. Su muerte marcó profundamente a quienes lo conocieron, ejemplo de disciplina, liderazgo y amor por la patria, recordado también como un hijo noble de Nariño.
Como ellos, muchos otros oficiales del Curso Matamoros entregaron su vida en combate:
Fallecidos en combate: Raymundo Laka Puente, Faber Burgos García, Carlos Jiménez Abril, Henry Gómez Navas, Germán Gómez, Carlos Balbuena Gómez, Gustavo Calvo Calle, Gustavo Alzate Mora, Emilio Cogollo Hernández, Gonzalo Giraldo Matos y Oswaldo Montenegro Hidalgo.
Nieto Gómez.
Ahora descansan en Paz. Su lucha, sus ideales, su sacrificio, no fueron en vano. Como ellos existen muchos héroes anónimos que el país desconoce y que han puesto su cuota de sangre para defender la vida, honra, bienes y creencias de los colombianos. Muchos héroes que la Patria quizás desconoce o los ha olvidado, pero que su vida fue el precio injusto que tuvimos que pagar los colombianos para terminar con este conflicto interno, absurdo entre Nacionales
Cada nombre representa una historia de servicio, una familia marcada por la ausencia y una deuda eterna de gratitud de la nación. Desde el capitán Mazo Gamboa, caído en Las Delicias, hasta el teniente Montenegro Hidalgo, abatido en Antioquia, su memoria es testimonio de que la libertad y la seguridad se escriben con sangre y coraje.
El Curso Gustavo Matamoros también tiene el orgullo de haber visto ascender a varios de sus miembros a las más altas dignidades del Ejército Nacional, entre ellos al general Eduardo Zapateiro Altamiranda, quien alcanzó el más alto honor de todo soldado colombiano al ser Comandante del Ejército Nacional, y al general Pablo Przychodny, académico y pensador crítico, hoy miembro del Centro de Pensamiento Libre, donde ha demostrado que la reflexión también es un acto de servicio a la patria.
Sería imperdonable dejar de mencionar que detrás de cada oficial del Curso Gustavo Matamoros hubo siempre una familia firme, amorosa y valiente. Esposas que aprendieron a vivir con la incertidumbre y el silencio de las noches sin noticia; madres que se aferraron al teléfono con el corazón en vilo; hijos que crecieron escuchando que su padre estaba “en operaciones” sin comprender del todo lo que eso significaba. Ellas y ellos fueron también soldados, sin uniforme, sin condecoraciones, pero con el alma llena de patria. En la soledad de sus hogares mantuvieron viva la esperanza y el orgullo, soportaron traslados, ausencias y duelos con una fortaleza que solo el amor puede explicar. A todas esas familias que acompañaron el servicio con lágrimas contenidas y oraciones diarias, este homenaje es también suyo: porque sin ustedes, la historia del Curso Gustavo Matamoros no se habría escrito con tanta dignidad ni con tanto corazón.
Cuarenta años después, los sobrevivientes de esta promoción se reencuentran con el corazón henchido de orgullo y el alma llena de recuerdos. Celebran no solo el paso del tiempo, sino la permanencia de un ideal: el honor como destino. Rinden homenaje a los compañeros que partieron en cumplimiento del deber, a las esposas y familias que soportaron silenciosamente las ausencias, y a las generaciones jóvenes que hoy heredan su ejemplo.
El Curso Gustavo Matamoros representa la mejor esencia del soldado colombiano: hombres de temple austero, de palabra firme, de convicciones profundas. Su historia no es solo militar, sino también humana: la de quienes, con botas enlodadas y corazones leales, ayudaron a sostener las columnas de la República.
Cuarenta años después, su legado sigue intacto. Son la prueba de que el honor no envejece, que la disciplina no se olvida y que el amor por la patria es una llama que, aun en la distancia y el retiro, nunca se apaga. Ellos son y seguirán siendo el reflejo vivo del juramento eterno:
“A Colombia, la patria querida, consagremos con alma aguerrida, vida, sangre, dicha y amor.”



