Reseña del libro de Henry Farrell y Abraham Newman – Tomado de la revista Política Exterior
Por Luis Esteban G. Manrique
“El Estado es una banda de ladrones que integran los más inmorales, codiciosos y sin escrúpulos de cada sociedad”: Murray Rothbard. The ethics of liberty (2003).
En 1998, en el discurso con el que el presidente y fundador de Huawei Technologies, Ren Zhengfei, exoficial y tecnólogo del Ejército Popular de Liberación (EPL), inauguró en Shenzhen la Huawei University, anunció que en su campus inculcarían a sus alumnos y futuros ejecutivos una actitud “marcial” ante el mundo de los negocios. El sector de las telecomunicaciones,
dijo, era el más duro de todos y solo respetaba a los que se abrían paso sin miramientos ni contemplaciones.
Entre las asignaturas obligatorias en las facultades de ciencias aplicadas se incluyen la de leyes, naturaleza y estrategia de la guerra. Y entre la bibliografía, el Arte de la guerra (siglo V a.C.) de Sun Tzu y Sobre la guerra prolongada, la serie de discursos que Mao pronunció en 1938 sobre la estrategia militar adecuada para enfrentar a los invasores japoneses y a las
fuerzas del Kuomintang de Chiang Kai Shek sin enfrentamientos frontales en los campos de batalla. En 1978, tras colgar el uniforme, Ren fundó Huawei para comercializar alarmas, pero pronto entendió que si China no se dotaba de una red telefónica moderna que conectase las zonas rurales con los centros urbanos no podría salir del atraso y el aislamiento. Tomando como modelo las guerrillas maoístas, Ren diseñó una estrategia envolvente del campo a la ciudad. Como una manada de lobos ante un león, escribió, Huawei debía cercar a sus presas antes de atacarlas.
Profecías cumplidas
No se equivocó. En los años y décadas siguientes sucumbieron primero Shanghái Bell, Great Dragon y Lucent en China. En 2005 sacó del negocio de los equipos a Cisco y Motorola. En 2009 quebró la canadiense Nortel. Lucent, Alcatel y Siemens tuvieron que vender o fusionar las divisiones que competían con Huawei. Hoy solo quedan en pie dos rivales no chinas: Ericsson y Nokia. Juntas tienen el 40% del mercado mundial, frente al 90% que tenían en los años noventa al lado de otras compañías europeas, norteamericanas, japonesas y coreanas.
En 1994, Ren se reunió con el entonces secretario general del PCCh, Jiang Zemin, al que convenció de que de Huawei dependía la seguridad estratégica china, proponiéndole un plan basado en la conquista de mercados en el Sur Global, desdeñado por las multinacionales occidentales, antes de competir con ellas en su propio terreno. Hoy Huawei es el mayor proveedor mundial de redes 5G y equipos de telecomunicaciones. Pero la ambición tenía un precio. En diciembre de 2018, cumpliendo el requerimiento de un juez federal de Nueva York, la policía canadiense detuvo a Meng Wanzhou, directora financiera de Huawei y primogénita de Ren, en una escala el aeropuerto de Vancouver. Los cargos contra ella –la violación de las sanciones contra Irán por Skycom, una filial de Huawei– no tenían que ver con Canadá, que se limitó a cumplir su acuerdo de extradición con EEUU. Ottawa sabía, sin embargo, que estaba violando una regla no escrita pero estricta de la globalización al no respetar a la élite del PCCh.
Pekín calificó la detención de arbitraria e ilegal. Días después, la policía china detuvo por espionaje a dos residentes canadienses: Michael Kovrig, analista del Crisis Group, y el empresario Michael Spavor, que estuvieron en prisión más de mil días, hasta que los abogados de Meng llegaron a un acuerdo con el departamento de Justicia que le permitió regresar a China, la cual casi al mismo tiempo liberó a Kovrig y Spavor. Mientras estuvo detenida, Washington bloqueó la venta de chips avanzados a Huawei. El dragón no iba a olvidar –ni perdonar– la afrenta.
Las garras del dragón
Ren siempre fue consciente de que en el campo de las telecomunicaciones el dragón y el águila, que suman juntos el 35% del PIB y el 20% del comercio globales, dirimirían su rivalidad por el predominio tecnológico. La necesidad de descifrar códigos encriptados, calcular los ángulos correctos para apuntar la artillería, y de los cálculos imprescindibles para desencadenar reacciones nucleares, impulsaron los avances tecnológicos del siglo pasado.
En abril, ante el Senado, el secretario de Estado, Marco Rubio, anticipó que las relaciones sino-americanas van a marcar el rumbo del siglo XXI. Y el desenlace está abierto. En 2007, cuando Steve Jobs presentó el primer iPhone, solo el 10% de los chinos tenía conexión a internet. Hoy, según Jensen Huang, director ejecutivo de Nvidia, la mitad de los investigadores de IA son chinos.
El 45% de los usuarios de telefonía en EEUU tienen acceso a redes 5G. En China el 88%. Las aplicaciones de Temu, Shein, RedNote y TikTok están entre las que más se descargan en todas partes. En agosto, Huawei presentó su Mate 60 Pro con un procesador propio de 7-nanometros. Construir plantas para fabricar chips de 5-nanometros puede costar 12.000 millones de dólares.
El presupuesto en I+D de Huawei duplica a los de Ericsson y Nokia juntos. El que gana las carreras tecnológicas, recuerda Huang, no siempre es el que inventa o innova sino el que encuentra más pronto aplicaciones prácticas y rentables, refiriéndose a DeepSeek, un modelo chino de IA generativa de código abierto de costes significativamente menores que los de sus competidores occidentales.
Imperios subterráneos
Un análisis de Bloomberg advierte de que, en su pulso con Washington, Pekín no va a dudar en provocar turbulencias financieras mundiales, deshaciéndose, por ejemplo, de parte de sus 759.000 millones de dólares en bonos del Tesoro.
La lucha es muy desigual aún. De los 7,5 billones de dólares en transacciones monetarias que tienen lugar cada día, el 90% se realizan en dólares. Pero China está ganando terreno a una velocidad inusitada en un terreno crucial: el que en su último libro Henry Farrell, profesor de la Universidad Johns Hopkins, y Abraham Newman, de la de Georgetow, llaman los modernos imperios subterráneos, formados por redes y cables de fibra óptica, servidores y centros de datos.
El 95% de los datos viajan a través de 1,2 millones de kilómetros de cables submarinos de fibra óptica, suficientes para circunvalar 30 veces el mundo.
En 2019, Farrell y Newman publicaron un estudio pionero en International Security en el que explicaban cómo la globalización y la tecnología habían concentrado, espontánea y gradualmente, las redes digitales en un puñado de nodos centralizados, no por casualidad la mayoría de ellos en EEUU.
El mayor de todos está en Ashburn, un macrohub digital en el condado de Loudoun (Virginia) que consume 4,6 gigavatios de electricidad al año. Así como en el Viejo Mundo todos los caminos conducen a Roma, en el Nuevo todas las superautopistas de la información, desde Vladivostok y Ankara y de París a Singapur, convergen en sitios como Ashburn y de ahí a manos de la National Security Agency (NSA).
En 2002, menos del 1% del trafico mundial de internet pasaba entre dos regiones del mundo sin antes tocar EEUU. Hasta hoy, lo más probable es que un e-mail enviado desde Sao Paulo a Manaos, por ejemplo, pase antes por servidores situados en Miami.
Teatros de operaciones
Los atentados del 11-S, explican los autores, hicieron súbitamente conscientes a la NSA y la CIA que Al Qaeda había utilizado el propio sistema financiero de Estados Unidos para planear y ejecutar la operación contra Washington y Nueva York.
Desde 2001, el ciberespacio se convirtió en un teatro de operaciones y objetivo militar de primer orden. Farrell y Newman sitúan sus primeros antecedentes entre los años 1967 y 1984, cuando Walter Wriston, presidente de Citibank y Citicorp, creó el mercado “offshore” del eurodólar para eludir las regulaciones bancarias federales. Un sistema común de transferencias interbancarias, según Wriston, las simplificaría y libraría de interferencias indeseadas.
Años después, en respuesta, los bancos europeos crearon Swift, su propio sistema, y fijaron su sede en Bruselas. Hoy lo usan unos 11.000 bancos de dos centenares de países para mover 1,25 trillones de dólares anuales. En 2015, China creó su propio sistema, CIPS, que en 2021 ya procesaba 12,6 billones de dólares en transacciones, un 10% de las de Swift.
El ojo que todo lo ve
Las prioridades de seguridad de EEUU acabaron con el sueño libertario de Wriston. Verizon/MCI dio acceso a la NSA a su tráfico internacional de datos. En 2013, Edward Snowden filtró a la prensa documentos que revelaron un mapa digital que mostraba los ocho chokepoints digitales que la NSA usaba para detectar ciberamenazas, rastrear flujos de capitales y movimientos financieros sospechosos. La geografía importa, incluso en el ciberespacio.
La economía digital no habita en la nube. Tiene una base tangible. Cada selfie, vídeo o meme viral se almacenan en servidores interconectados por cables de fibra óptica, que entrelazados en gruesos cables se entierran en los lechos marinos.
El primer cable trasatlántico submarino se instaló en 1988, cuando podía transmitir 40.000 llamadas telefónicas simultáneas. Hoy Swift transmite 1.000 millones de mensajes anuales. Muy pocos de ellos escapan a la vigilancia de la NSA.
En 2012, el departamento de Justicia obligó al HSBC revelar sus tratos con Huawei, una información que condujo a la detención de Meng y le obligó pagar una multa de 2.000 millones por lavado de dinero. En 2014, BNP Paribas tuvo que pagar 9.000 millones por violar las sanciones contra Irán, Cuba y Sudán.
A esa lista negra se han ido sumando Corea del Norte, Sudán, Bielorrusia, Myanmar y Rusia, entre otros países y territorios. Tras la invasión de Ucrania en 2022, los bancos rusos, como antes los iraníes, se quedaron fuera del Swift. Unos 600.000 millones en reservas de divisas rusas quedaron congelados en Bélgica.
¿Destinados a la guerra?
A la hegemonía del dólar, Google suma el control del 90% de las búsquedas en internet; Amazon, Microsoft y Alphabet el de dos tercios de la arquitectura de la “nube”, y Visa y Mastercard los dos tercios de pagos con tarjeta en la UE.
Pero nada dura para siempre. Desde1955, Asia ha duplicado su participación en el PIB mundial, del 17% al 44% en 2022, y China del 5% al 20%. En 1950, EEUU representaba la mitad de la producción manufacturera mundial. Hoy solo el 16%, y China el 31,6%. Japón y Alemania, 5% cada uno. El 14,1% de las exportaciones chinas van a EEUU; el 85,9% al resto del mundo.
Desde 2012, cuando llegó al poder supremo en Zhongnanhai, Xi se ha ido preparando para un duelo comercial con EEUU. En los últimos 500 años, según escribe Graham Allison en Destined for war (2017), 12 de 16 casos de ascenso de potencias revisionistas del statu quo terminaron en guerra, incluidas las de 1914 y 1939. El dragón tiene varios ases en la manga.
En 2000, según Bloomberg, ocho de cada 10 países comerciaban más con EEUU que con China. Hoy siete de cada 10 tienen a China como mayor socio comercial.
Farrel y Newman enumeran la larga serie de ventajas
comparativas chinas: cada año, por ejemplo, el gigante asiático gradúa a 3,5 millones ingenieros, científicos, matemáticos y tecnólogos en centros como el Lianqiu Lake R&D de Huawei, que para el Mate 60 ha creado su propio sistema operativo, Hongmeng (“armonía”) para prescindir del iOs de Apple y el Android de Google.
En China ya casi todo se paga con aplicaciones móviles como Alipay o WeChat Pay. Una Visa solo funciona si está vinculada a alguna de ellas, que juntas tienen el 90% del mercado chino. Dado que todos los productos complejos –desde los iPhone a
las vacunas de ARNm– se fabrican en cadenas globales de suministro, un iPhone 16 cuesta unos 1.000 dólares, frente a los 3.000 que costaría si fuese Made in USA.
Silicon Valley y el rey filósofo
La rivalidad de fondo, según los autores, es entre dos modelos de desarrollo tecnológico: el descentralizado de Silicon Valley y el hipercentralizado de la Digital Silk Way china, que, sin embargo, comparten muchas cosas en común.
Darpa, la agencia de I+D del Pentágono, fue esencial para el desarrollo de internet, originalmente un sistema de telecomunicaciones diseñado para sobrevivir a un ataque nuclear. Marc Andreessen, creador de Netscape, reconoció en 2000 que si todo hubiese dependido del sector privado, Silicon Valley nunca habría despegado. En 1960, el Pentágono suponía el 36% del gasto global en I+D. En 2019 era solo el 3%, sustituido por el Big Tech: Amazon, Apple, Google, Microsoft…
La tecnología de la liberación
Hasta 2016, los magnates de Silicon Valley prefirieron un cierto perfil tecnocrático, que se desvaneció cuando Donald Trump entró en escena. Peter Thiel, fundador de PayPal y socio de Elon Musk, donó 15 millones de dólares a la campaña al Senado de JD Vance por Ohio.
Thiel, una de los primeras figuras prominentes de Silicon Valley en apoyar a Trump, fundó Palladium: Governance futurism, una publicación influida por Curtis Yarvin, ingeniero informático convertido en filósofo informal de la autodenominada “ilustración oscura” (dark enlightment). Según Yarvin, la democracia en EEUU ya ha cumplido su ciclo y debe dar paso a una “tecno-monarquía” que presidiría un CEO-Monarch, una especie del rey-filósofo platónico.
De hecho, en Meta Mark Zuckerberg es director ejecutivo, presidente y accionista mayoritario. Musk, Roelof Botha y David Sacks, asesor de Trump en criptomonedas, tienen algo muy importante en común: nacieron en la Suráfrica del apartheid. Desde que emigró a Canadá en 1989, país natal de su madre, Maye Haldeman, nacida en Saskatchewan, para eludir el servicio militar, Musk nunca regresó a Suráfrica. Pero su país natal nunca salió de él.
Según escribe Jill Lepore en el New York Times, en los años treinta su abuelo materno, Joshua Haldeman, fue un líder de Technocracy Inc., un movimiento de tintes fascistas que se extendió en EEUU y Canadá. Tras su proscripción por el gobierno de Ottawa, Haldeman se mudó con su familia a Suráfrica en 1950, por entonces el Valhalla de los supremacistas blancos.
Los tecnócratas cambiaban sus nombres por números. El de Haldeman era 1045-1. El hijo que Musk llevó a la oficina oval de la Casa Blanca se llama XcAE A-12. Al final, el paso de Musk por el gobierno federal fue un pésimo negocio para Tesla. Desde la inauguración de Trump el 20 de enero, su fortuna ha caído en unos 130.000 millones de dólares. Pero puede ser un solo un revés temporal. El Golden Dome, el escudo de misiles que Trump quiere desplegar en EEUU para replicar al Iron Dome israelí, podría costar 280.000 millones de dólares, muchos de los cuales irán a las arcas de SpaceX y Palantir, una firma analítica propiedad de Thiel y contratista del Pentágono cuyas acciones subieron 340% en 2024.
En enero, Trump recibió en la Casa Blanca a Sam Altman de OpenAI, Larry Ellison de Oracle y a Masayoshi Son de Softbank para anunciar una inversión de 500.000 millones de dólares en Stargate, un programa de infraestructuras espaciales.
Ellison quiere crear una plataforma universal de datos para alimentar modelos de IA de vigilancia y reconocimiento facial como los que utiliza Huawei.
Luis Esteban G. Manrique es analista internacional y editor del Informe Semanal de la Revista Políica Exterior. Peruano residente en España.