Augusto Trujillo Muñoz
El lunes anterior se reunieron en Santiago de Chile los presidentes de cuatro países de América del sur y el presidente del gobierno español. Su propósito fue convocar a otros de sus colegas para comprometerlos con la defensa de la democracia. Paralelamente a la cita de los cinco presidentes -Brasil, Chile, Colombia, Uruguay y España- se cumplió el “Festival democracia”, al cual asistieron figuras como el Premio Nobel Joseph Stiglitz, la economista norteamericana Susan Neiman, el filósofo español Daniel Innerarity entre otros.
Al parecer, todos coincidieron en la urgencia de resguardar la democracia de los autoritarismos, pero también del liberalismo a ultranza. Otro gran experto, el economista gringo-israelí Mordecai Kurz, profesor emérito de la Universidad de Stanford, escribió el 15 de junio en Project Syndicate, que el capitalismo está generando serias amenazas para la democracia. Desde la década de los ochenta, dice Kurz, la economía se gestiona en medio de procesos en los cuales el avance tecnológico produce crecientes beneficios a las empresas más poderosas, a expensas de los consumidores, mientras las convierte en poderosos monopolios. Como en sus tiempos más clásicos, el capitalismo navega con viento a favor, sin ninguna responsabilidad democrática y sin interés alguno en el bienestar general.
Además, estamos asistiendo al taponamiento de los vasos comunicantes entre liberalismo y democracia: los vínculos de aquel con esta se deshacen, los que tiene con su historia plutocrática se fortalecen, y la democracia destiñe su vocación liberal para mantener sus compromisos con la equidad. En cualquier caso, los ejes democráticos siguen girando en torno a los equilibrios intrasociales. Sin embargo, gestionar el desarrollo económico con justicia social, mantener la competitividad sin lesionar los principios solidarios, nivelar el estado social de derecho con la economía social de mercado, son cosas que le siguen preocupando a la democracia, pero cada día le interesan menos al liberalismo.
Hay un crecimiento desmedido de la riqueza, que se corresponde con un crecimiento desmedido de la desigualdad. La idea anglosajona -impuesta por Reagan y Thatcher- de que “el Estado no es la solución sino el problema” solo sirvió para reproducir las crisis.
Sus efectos son los abajos a la inclusión y los vivas al laissez-faire que hacen corro a una frase de adhesión a la autocracia de Pinochet, pronunciada por el economista Friedrich Hayek, Premio Nobel y líder de la Escuela Austríaca: “Mi preferencia personal se inclina a una dictadura liberal y no a un gobierno democrático donde todo liberalismo esté ausente”.
Como se dijo en la cumbre de Santiago, probablemente ningún gobernante es mejor ni peor que sus enemigos políticos más conspicuos. Solo son diferentes y, en este caso, quieren convocar a la sociedad civil para garantizar la recuperación del derecho legítimo al diálogo civilizado, cuya ruptura es la tragedia de estos tiempos de fundamentalismos.
El gran desafío de los demócratas de hoy es intentar la construcción de la democracia como una cultura.