Alfonso Gómez Méndez
Episodios recientes ponen en evidencia que el país no ha tomado en serio la política criminal, que es la respuesta que debe dar el Estado frente a todas las formas de delincuencia que afectan la convivencia ciudadana y la seguridad.
La política criminal comprende tres aspectos: la definición de los delitos y penas, el procedimiento y el sistema penitenciario.
La definición de las conductas susceptibles de ser penalmente sancionadas se ha visto afectada por los bandazos pues, en ocasiones, se le da gravedad a hechos que no la tienen, algunas veces por el populismo punitivo, consistente en creer que basta con que se “penalice” una conducta para que disminuya su realización.
Hay muchos ejemplos: en la década del ochenta, a raíz de la llamada crisis financiera, se elevó a la categoría de delito el “auto préstamo”, algo a lo que desde la ley 45 de 1923, se le daba el tratamiento de infracción administrativa. Hoy ya casi nadie se acuerda del fenómeno.
Con razón, el país se preocupó por el aumento de los crímenes contra mujeres por la condición de serlo. Claro que el hecho ya estaba sancionado como homicidio, que podía agravarse cuando el sujeto pasivo del delito era una mujer. Se creó como medida la tipificación del feminicidio. Sin embargo, desde entonces a hoy no ha habido una disminución sensible de los terribles crímenes cometidos contra mujeres como lo registran los medios. En este y en otros temas se deja de lado la prevención. Lo mismo puede decirse de los delitos sexuales y principalmente los abominables que se cometen contra niños, niñas y adolescentes. Muchas veces se ha propuesto la cadena perpetua y hasta la pena capital. Sin embargo, basta abrir un periódico o ver los titulares de noticieros de radio y televisión para percatarse que, a pesar de las altas penas, esos aberrantes crímenes no han disminuido.
Hasta hace relativamente poco tiempo la pena más alta en el país era la de veinticuatro años. En el código Penal de 1980 se aumentó a treinta y desde entonces, a hoy, prácticamente los máximos se han duplicado cuando el país se ha visto sensibilizado por crímenes atroces.
El secuestro es un caso significativo. Primero fue la alarma que produjeron los de aeronaves para los cuales se aumentaron las penas y se estableció hasta el juzgamiento por consejos verbales de guerra. Solo disminuyeron cuando Fabio Lozano Simonelli logró un acuerdo con el gobierno de Fidel Castro para que no recibieran más, como héroes, a los piratas del aire.
El secuestro de personas ha sido más diciente aún. Después del suyo, Francisco Santos promovió una ley draconiana contra este delito: pena de sesenta años y hasta cárcel para los familiares que negociaran con los secuestradores, aspecto último que tumbó la Corte. La gran contradicción es que de una parte se aumentan las penas y de otra, –hasta hoy– se negocia con secuestradores.
EL TIEMPO de ayer dice que hace cincuenta años se propuso pena de muerte para secuestradores. Hasta antes de la Corte Penal Internacional, el secuestro podía ser considerado como conexo con el delito político de rebelión. Por eso, el M19 fue amnistiado por los secuestros, entre otros, de José Raquel Mercado, Álvaro Gómez Hurtado y desde luego, los del Palacio de Justicia. Se suponía que después de la entrada en vigencia del estatuto de Roma, este delito no podía considerarse como conexo con el político. Sin embargo, a pesar de eso, se hizo la negociación con las Farc que había cometido secuestros y hoy, entre los múltiples criminales a quienes se quiere sacar de la cárcel, se encuentran procesados por delitos atroces incluido el secuestro.
Esas contradicciones de la política criminal no son de fácil entendimiento para el ciudadano del común que, a veces, ve a un Estado imponiendo penas altas para luego, por la mal llamada “justicia premial”, observar cómo los tratan de manera benévola, aun cuando hoy ya no tienen siquiera objetivos políticos.
El sistema penitenciario sigue siendo un desastre y un fracaso estatal. Lo mismo ha pasado con los procedimientos. Inicialmente, el gobierno Uribe, sin que el Congreso lo estudiara seriamente, acogió el sistema llamado penal acusatorio que ha sido un fracaso. A pesar de la oralidad, la sentencia del presidente Uribe tiene más de 1000 páginas escritas. ¿Cuándo gobierno y Congreso tomarán en serio la fijación de la política criminal?