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Polarización, vulgaridad y banalidad

Sandra Morelli Rico

En su primera entrevista a la emisora Doble W, el presidente del Senado, Lidio García, se lamentó del espectáculo grotesco protagonizado por parlamentarios y gobierno nacional durante la instalación de las sesiones ordinarias del Congreso, el 20 de julio de este año 2025. Criticó la polarización y las malas maneras, y se comprometió a encauzar el debate político hacia lo institucional. El planteamiento del doctor García es válido, pero incompleto.

Desde siempre, el debate político en Colombia se ha caracterizado por una profunda polarización, hasta el punto de originar fenómenos como la violencia liberal-conservadora del siglo pasado, en torno a un ideario político que no resulta para nada irreconciliable, como luego lo demostró la historia a partir del Frente Nacional y de las dinámicas de los dos partidos, cuyas fronteras se fueron desdibujando para dar origen a nuevas colectividades políticas nutridas por militantes de las dos fuerzas tradicionales, que hoy conviven en Cambio Radical, la U y el Centro Democrático, y que, junto con el Partido Conservador, conforman la oposición al gobierno actual. ¿Qué pensarían los chulavitas, los pájaros y los cóndores de esa política tan dinámica si volvieran a nacer?

¿Y qué decir de la polarización teórica y práctica del fenómeno guerrillero, nacido para alcanzar la justicia social mediante el cambio del sistema económico, que se pretendía dejara de ser el propio de una economía de mercado para ser sustituido por uno donde el Estado detentase la propiedad de todos los medios de producción? Pues bien, posición tan radical de los alzados en armas no solo ha encontrado, en varios episodios de nuestra historia, canales de reinserción a la vida institucional, sino que además esas banderas políticas que en sus orígenes constituyeron el móvil —ni más ni menos— para alzarse en armas, en los distintos procesos o acuerdos de paz no se ventilan como punto de negociación. Esas agendas se ocupan de otros aspectos, como políticas de sometimiento, jurisdicciones especiales, régimen alternativo de penas, verdad y reparación, erradicación de cultivos ilícitos y legalización de capitales ilegales. La simbiótica relación de la subversión con las economías ilegales desdibujó su radicalismo ideológico. De ahí que el actual gobierno plantee un esquema de paz total, donde la variable “delito político” no aparezca como elemento determinante para obtener beneficios por sometimiento.

Por otro lado, ya alejados de los casos extremos, no olvidemos dos aspectos fundamentales: el primero tiene que ver con que nosotros, los colombianos, somos una nación básicamente porque decidimos tener un destino político común. Y aunque existe un modo de ser colombiano, una lengua común, una religión predominante, una idiosincrasia, unos usos, unas costumbres que construyen nuestra identidad, no podemos negar que este país presenta un territorio geográficamente muy diverso, una multiplicidad de minorías étnicas y culturales y, por sobre todo, somos una sociedad con profundas diferencias económicas y con un menor grado de desarrollo en la ruralidad.

Esta realidad se enlaza con el segundo aspecto: somos una democracia pluralista donde se garantiza la libertad de expresión, de culto y de conciencia. Por ello, en buena hora, en nuestro Congreso, en los medios de comunicación y en las redes sociales, los distintos intereses encuentran un espacio de expresión libre, así se trate de opiniones divergentes, y así todo ello contribuya a polarizar el discurso político. Precisamente el debate parlamentario, las instancias de participación democrática y los momentos electorales se deben desarrollar con procedimientos que permitan la mejor expresión y satisfacción de los intereses divergentes.

Repudiar la polarización es, en cierta medida, querer negar nuestras diferencias objetivas como pueblo y no confiar en la idoneidad de nuestras instituciones democráticas para hacer compatibles los distintos intereses.

Otro problema al que se refería el senador García: la vulgaridad del lenguaje y de las formas. Lamentablemente sí, pero ello es producto de que no somos un pueblo culto. Nuestro sistema de enseñanza es cada vez más precario y, en el quehacer cotidiano, logramos comunicar más nuestro pensamiento a partir de gestos y léxicos que antes estaban proscritos para las gentes de buenas costumbres. Desgastarse argumentando por no estar de acuerdo con la posición de una persona no es necesario; descalificar al interlocutor con una sencilla expresión que le adjudica a su señora madre una profesión que muy probablemente ella no practica, surte efecto fulminante sin necesidad de ningún esfuerzo intelectual.

Ahora bien, la vulgarización del lenguaje, de la moda, de la música, se viene imponiendo en estos tiempos, y la clase política —a la que hoy se accede de manera menos elitista y restrictiva que antaño— no está exenta de la influencia de estas tendencias culturales. Con un agravante: las redes sociales, a las que tenemos acceso inmediato, nos permiten manifestar nuestras opiniones primarias sin reflexión alguna, sin raciocinio detenido, de tal manera que el resultado termina siendo el que es.

Pero ni la polarización ni la vulgaridad son lo más grave del discurso político; lo grave es que el debate carece de pertinencia y de calidad, con una consecuencia gravísima en términos de solución a los problemas que nos aquejan.

Así, por ejemplo, el problema del sector salud no es si Petro quiere acabar las EPS o estatizar la salud. El problema es que, por un lado, hay un monto finito de recursos y, por otro, no estamos garantizando su uso transparente, eficiente y eficaz, pues es la única manera de que, con lo que hay, se cumpla el cometido principal: garantizar el derecho a la salud de los habitantes de este país. Ese cometido no lo discute nadie, ni la derecha ni la izquierda; es uno de los fines del Estado establecidos en nuestro pacto político que nos mantiene unidos como nación.

Pero claro, a las EPS las defiende la derecha y las ataca la izquierda, como si los demás actores del sistema no hubieran también abusado del uso y destino del recurso público, y sin embargo aún no contamos con los controles para hacerle frente a esa situación. Polarizamos el debate y lo banalizamos, y los partidos políticos, todos, y el gobierno, volvieron el problema un asunto ideológico. Los derechos fundamentales no se discuten; son inherentes a la condición humana y trascienden las políticas estatales. Son universales. La salud lo es, por lo que toca garantizarla de la mejor manera con los recursos disponibles, que —por Dios— no son pocos: la quinta parte del presupuesto general de la Nación.

¿Y la seguridad? Las autoridades en Colombia están instituidas para proteger a todas las personas en su vida, honra y bienes. Es un mandato perentorio en dos sentidos: en que la vida, la honra y los bienes son derechos a proteger, y en que lo hace de manera exclusiva la autoridad legalmente instituida. Pues, independientemente de la condición social y económica, todos tenemos derecho a que el Estado despliegue su fuerza para protegernos; a su vez, el Estado tiene la obligación de hacerlo y solamente él. Por eso se proscribe toda forma de paramilitarismo que de alguna manera rompa el principio del monopolio legítimo de las armas a cargo del Estado, y por supuesto, cualquier otra forma de subversión armada. Eso también es fundamental. Por eso pertenecemos a este Estado, el colombiano, y nos sentimos suscriptores de ese acuerdo en virtud del cual seguimos queriendo tener un destino político común.

Así las cosas, propender por la paz tampoco es una opción; es una obligación. Eso tampoco se discute: es la causa misma de la convivencia en sociedad y el presupuesto para su permanencia. Que ella se logre con la reducción del enemigo por la fuerza o mediante acuerdos y negociaciones depende del momento histórico, de la capacidad de negociación de las partes en contienda y de la voluntad. Plantear que la paz es monopolio de la izquierda y que la derecha quiere la guerra perpetua es partir de premisas falsas y antiéticas que solo dilatan o hacen imposible el logro del fin último del Estado, la razón de ser de su existencia: la convivencia pacífica.El debate político puede ser polarizado y vulgar, pero no puede seguir planteándose sobre falsos dilemas, porque ello no es honesto con nosotros, que somos el pueblo, y porque nos proscribe la posibilidad de mejorar como nación.

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