Categorias

Idioma

Pacto Nacional por el respeto

Sandra Morelli Rico

Ma, no me mandes mensajes por X. Nosotros, los jóvenes, no usamos esa red porque es la cloaca de los políticos para insultarse entre ellos… Y menos TikTok, esa es para que ellos, los mismos políticos, hagan payasadas”, me dijo mi hijo hace unas semanas. “Tienes toda la razón”, le respondí, mientras reflexionaba sobre la forma liviana en que esa casta se comunica. De los insultos y las cadenas interminables de verdades a medias o difamaciones recíprocas se ha hablado mucho. No tanto, en cambio, de los microvideos con que los precandidatos candidatos presidenciales intentan darse a conocer.

Así, por ejemplo, la caminata por las calles de cualquier pueblo o ciudad constituye un cita inevitable. Descienden de su ‘trono’ —la camioneta blindada que pagamos con nuestros impuestos— para mezclarse con el vulgo, abrazar y besar a cada trabajador o madre de familia que se les cruza en el camino. Los mismos que, después de tomarse la selfi, los escoltas —también pagados con nuestros impuestos— apartan, porque la concesión del soberano de jugar al igualado ha concluido. Esos paseítos manoseadores al estilo de Lady Di solo se le ocurren a quien se siente muy lejos de los menos favorecidos, pero quiere aparentar lo contrario.

Sería bueno que publicistas y precandidatos recordaran que el pueblo, el elector, no necesita la concesión graciosa del beso o el abrazo. Necesita un buen gobernante: un hombre o una mujer que entienda y practique el respeto por la cosa pública y el bien común, y lo traduzca en decisiones y actos de gobierno.

Por esa razón, tampoco aportan nada al debate político —ni a la formación de cultura ciudadana— esos mismos aspirantes al primer cargo de la nación que, luciendo sus tenis recién adquiridos, nos cuentan qué desayunan, cuánto quieren a su perro, cómo cuidan a sus hijos o cómo juegan con sus nietos. ¿Será esta la forma que idean los estrategas para demostrar lo “buenas personas” que son sus contratantes?

El gobernante debe ser una “buena persona”, claro, pero eso no se traduce necesariamente en afabilidad, afectuosidad o generosidad con los suyos. La buena persona que queremos que nos gobierne debe responder a otros estándares, no necesariamente incompatibles con aquellos: debe ser respetuosa del Estado, de las instituciones, del erario, de los funcionarios y, por sobre todo, del pueblo.

Los millones de hombres y mujeres que votan —y también los que no, por no ser aún ciudadanos o por ser extranjeros, aunque titulares de los mismos derechos civiles y obligaciones— necesitan respeto a su dignidad, a su vida, a su salud, a su bienestar material. Su educación debe ser promovida; su cultura y sus creencias, respetadas dentro de una lógica de pluralismo y tolerancia. ¿Quién, entre las varias docenas de candidatos, ha dado un mensaje claro en ese sentido? ¿Cuál, más allá de promover su imagen de buen padre o madre en un acto sublime de egolatría, se ha comprometido desde su convicción ética con el Estado Social de Derecho y la protección efectiva de la vida y la dignidad de los colombianos?

Hay también aspirantes al poder que, a partir de coyunturas como la reforma tributaria o el desmonte de la regla fiscal, hacen gala de su infinita sabiduría y de sus logros en administraciones pasadas. Estos, hay que decirlo, se acercan más al paradigma de buen gobernante, pero arrastran el pesado lastre de representar al establecimiento que, en las elecciones pasadas, se rajó. Y no sin razón.

Un buen gobernante debe profesar un profundo respeto por su pueblo y empeñar todos sus esfuerzos en mejorar sus condiciones materiales y garantizar efectivamente sus derechos. No hacerlo es traicionar el interés general, y si además se beneficia personalmente o permite que otros lo hagan, ese buen gobernante ha dejado de serlo: es un traidor, es un corrupto. Y si nunca tuvo ese compromiso, entonces es un farsante. Muchos candidatos se vislumbran como tales.

Entre consultas populares y amenazas de constituyentes imaginadas por mentes megalómanas, capaces de engañar al pueblo del que se sirven, nuevamente aparece una ciudadanía instrumentalizada. Con sus derechos alguien debería comprometerse, y no de forma retórica, sino como imperativo ético. Para ese único fin debería existir un Pacto Nacional: no teórico, ni para que los políticos se traten mejor, sino un acuerdo frente a una agenda concreta de temas específicos, sobre los cuales cada aspirante, luego de estudiar problemáticas y cifras, informe qué soluciones adoptaría.

Hoy en día, con la información disponible para todos, la cultura política ha mejorado. El pueblo al menos sabe qué necesita, a qué tiene derecho y a quién reclamarlo. También está en capacidad de escoger, con base en una agenda puntual, a quien le ofrezca la solución más plausible y realista.

Un pacto nacional por el respeto a un pueblo con derecho a decidir en torno a ideas y proyectos, sin manifestaciones emotivas ni distracciones pseudo-democráticas que en nada lo harán más digno ni más libre.

¿De cuánta utilidad te ha parecido este contenido?

¡Haz clic en una estrella para puntuar!

Promedio de puntuación 4.5 / 5. Recuento de votos: 28

Hasta ahora, ¡no hay votos!. Sé el primero en puntuar este contenido.

Compartir en:

    Deja tu comentario

    Su dirección de correo electrónico no será publicada.*

    Has olvidado tu contraseña

    Registro