Alfonso Gomez Méndez
Por segunda vez en menos de año y medio el Presidente amenaza al Congreso con el ‘coco’ de la constituyente. Ya lo había hecho con la asesoría del entonces aliado y ahora archienemigo, Álvaro Leyva, quien, actualmente, sin barrera alguna, se mete indebidamente con la vida privada de su antiguo protector. No es la primera vez en la historia de Colombia que se acude a un constituyente como solución mágica a problemas de coyuntura. En el fondo de este planteamiento subyace el fetichismo constitucional que consiste en pensar que todos los problemas del país se resuelven cambiando la Constitución y que gobernar es legislar.
Nunca se hace la pregunta obvia: ¿para qué cambiar la Constitución, por ejemplo, para manejar el orden público, combatir la corrupción, garantizar los derechos, proteger el ambiente y disminuir las desigualdades sociales? Todo eso se puede hacer simplemente desarrollando textos vigentes de la Constitución. En el tema laboral, como lo recordaba el profesor Héctor Riveros en el foro del Externado, está por expedirse el estatuto general del trabajo contemplado en la Constitución del 91. Y si se tratara de utilizarla –como se teme– para reelegir “constitucionalmente” al presidente, recordemos que Álvaro Uribe lo logró, cambiando un simple ‘articulito’, como decía Fabio Echeverry, reforma que aprobó el Congreso y fue validada por seis de los nueve. magistrados de la Corte Constitucional de entonces.
En general, al país no le ha ido bien con los constituyentes. En 1904, el dictador Rafael Reyes convocó un constituyente de bolsillo que, esa sí, le sirvió para prorrogarse por cuatro años el período para el cual había sido elegido.
La asamblea constitucional –no constituyente– de 1910, para resolver la crisis, eligió al presidente Carlos E. Restrepo, pero dejó honda huella en el derecho público por enmiendas como la prohibición de la reelección inmediata, el restablecimiento del Consejo de Estado y la supremacía de la Constitución a través de la acción directa de inconstitucionalidad.
Con la llegada del Partido Liberal al poder se hizo la gran reforma constitucional de 1936, que plasmó el concepto de Estado social de derecho, la función social de la propiedad, la expropiación por motivos de equidad social, la intervención del Estado para racionalizar la producción, distribución y consumo de la riqueza para dar a los trabajadores la justa protección a que tienen derecho. El liberalismo, con manejo del Congreso, hubiera podido cambiar toda la Constitución, pero atendiendo el concepto de Echandía prefirió “romperle unas cuantas vértebras” a la del 86.
En 1949, en el período de la violencia, el presidente Ospina, por un “decretazo” de estado de sitio, cerró el Congreso alegando que el mantenimiento del orden público era incompatible con su funcionamiento. En 1952, Laureano Gómez logró que el Congreso conservador le aprobara una constituyente de corte “fascistoide” –Anac– que, el 13 de junio de 1953, irónicamente terminó legitimando el golpe de Rojas en su contra. Rojas reorganizó la Anac y expidió una serie de “actos legislativos” para elegirse y reelegirse; unos malos, como ilegalizar el partido comunista y otros buenos como el del voto a la mujer.
En 1957 se utilizó el plebiscito –no previsto entonces– para responder, ahí sí, a un verdadero bloqueo constitucional. El Congreso no estaba funcionado y las cortes estaban cooptadas por la dictadura. Por eso allí se dijo que “en adelante” las reformas solo podían hacerse por el Congreso, como una forma de impedir que pasara lo que había ocurrido en 1904 y en 1952.
En el año 90 no había bloqueo institucional por cuanto el Congreso funcionaba; las cortes eran tan independientes que la Suprema había tumbado dos reformas, una a López y otra a Turbay. Pero, más allá del mecanismo utilizado, la del 91 abrió las puertas para reformas constitucionales por distintas vías. Las justificaciones políticas se impusieron, pero ni entonces ni ahora el problema del país es la Constitución. Con la actual se puede gobernar sin necesidad de estar amenazando con un constituyente sin decir por qué y para qué. Ahora lo que se impone, como lo dice claramente el comunicado del Externado, es cumplir sin esguinces el Estado de derecho fundado en la separación de poderes.