Octavio Cruz
A raíz del asesinato planificado y ejecutado del joven político Miguel Uribe Turbay —actor, con toda probabilidad, inocente de la inmolación— por parte de una sociedad oscura y estructurada que dirige el país, se evidencia con claridad lo que para muchos es apenas una leyenda negra, e incluso una teoría social disruptiva: los grupos violentos, ya sean guerrilleros, paramilitares, bandas o clanes de la delincuencia común, generalmente vinculados a mafias que giran en torno a negocios ilegales (y en ocasiones también legales, como minería, transporte o comercio de alimentos), actúan con un objetivo concreto: la dominación territorial, sin importar el color político o social que digan representar.
En realidad, son consecuencia y herramienta del mismo establecimiento económico. Este puede ser el tradicional, heredero de la aristocracia local, o el de nuevos burgueses que buscan codearse con ella, rompiendo las barreras de clase impuestas por la estratificación social. Sus fortunas, en buena parte, provienen del narcotráfico y otros negocios ilícitos, como el contrabando. Así, logran unir orígenes aparentemente opuestos, pero compatibles cuando media la ambición, la avaricia y la codicia por acumular riquezas sin importar el medio.
El resultado es el que padecen nuestras sociedades: comunidades carcomidas por la angustia, el desespero y la impotencia, atrapadas en conflictos creados de manera intencionada para mantener vigente la pobreza y la zozobra. De ahí surge la certeza de que no es una exageración desconfiar de las “buenas intenciones” o de las declaraciones oficiales que, una y otra vez, intentan dar explicaciones confusas para convencer incautos.
Detrás de estas narrativas se oculta una metodología probada y exitosa, que opera sobre territorios arrasados y poblaciones sometidas, bajo el pretexto de una supuesta “obligación” en la lógica de la guerra. En realidad, cumplen el papel de detonadores del caos que sostiene el poder de la actual dirigencia política y financiera, exacerbada por el deseo insaciable de acumular fortunas. Y lo hacen sin importar las personas ni las comunidades que sufren las consecuencias, amparados por un sistema perverso que se impone por la fuerza, sin sanciones, ni freno moral, ni consideración ética alguna.