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La paz total debe ser sinónimo de convivencia

Carlos A. Rodríguez Díaz

Exdirector Regional OIT – expresidene CUT

El 20 de julio el gobierno del Cambio radicó ante La Cámara de Representantes el Proyecto de Paz Total, que apunta a ofrecer una salida jurídica a todas las estructuras armadas organizadas y a las bandas del crimen urbano. También se incluyen beneficios para las personas investigadas o condenadas por las acciones realizadas en el marco de las protestas sociales.

Este proyecto debemos apoyarlo y verlo como una formidable posibilidad, porque su concreción permite iniciar un camino de reconciliación, paz y desarrollo. Creo que vale la pena enfatizar en lo jurídico, buscando acordar un instrumento que fortalezca la acción política para terminar la ola de violencia que, desde largo tiempo agobia a la nación.

Ya la oposición al gobierno, que también se ha convertido en adversaria de la paz se ha pronunciado en contravía de los beneficios que podría tener al Clan del Golfo, de las penas de hasta 8 años que recibirían los jefes de dichas organizaciones y del porcentaje del 12% de sus bienes y fortunas que se les dejarían, siempre y cuando colaboren con la Justicia, entreguen sus armas, desmantelen sus estructuras y participen en programas de reparación colectiva.

Con el propósito de refrescar la memoria de quienes olvidan adrede la historia de Colombia relacionada con los acuerdos para poner fin a la violencia, debo decirles que casi en su totalidad, estuvieron marcados por una total impunidad y seguramente, los que hicieron estos acuerdos buscaban la anhelada Paz.

Por esta razón, para argumentar y contrastar las diversas opiniones que se tienen sobre este importante proyecto de Paz Total, me permito recurrir al excelente escrito del reconocido jurista Alfonso Gómez Méndez, publicado el 2 de febrero del 2021 y, de él, retomo estas consideraciones sobre el tema que ahora nos concita, veamos:

“El Auto de la Sala de Reconocimiento de Verdad, de Responsabilidad y de Determinación de los Hechos y Conductas de la JEP, en virtud del cual esa jurisdicción, aplicando el principio de responsabilidad en el mando, llama a responder a ocho de los miembros del antiguo secretariado de las Farc por crímenes de guerra y de lesa humanidad que incluyen tomas masivas de rehenes, torturas, homicidios y violencia sexual, entre otros, ha vuelto a agitar el debate sobre temas sensibles como la relación entre conflicto armado y justicia, responsabilidades colectivas por el ejercicio del mando, protección de las víctimas y la compatibilidad entre acusaciones por graves violaciones de los DD. HH. y el ejercicio de la política.

Bien vale la pena recordar que no es la primera vez que se suscita la discusión. Esta viene dándose desde las guerras de independencia, pasando por las guerras civiles del siglo XIX y la violencia partidista de mediados del siglo pasado, hasta los conflictos recientes derivados de la acción guerrillera y paramilitar.

Basta recordar que, a varios de los condenados a muerte por su participación en la noche septembrina, cuando se quiso asesinar al libertador, se les cambió la pena capital por la de destierro, como fue el caso del general Santander, quien salvó su vida gracias a la intervención de una de las Ibáñez. Otro de los complotados, Mariano Ospina Rodríguez, años después, vino a ser nada menos que uno de los fundadores del Partido Conservador.

El siglo XIX fue el de las guerras civiles, que casi siempre terminaban con amnistía o indulto para los perdedores. El general Rojas Pinilla logró un acuerdo con las guerrillas liberales y por decreto concedió el indulto, no solo a los guerrilleros como Guadalupe Salcedo, sino a quienes se hubieran “excedido” en la defensa del Estado. Fue una especie de ‘justicia transicional’ para las dos partes del conflicto.

La llamada “Guerra Civil no declarada” entre liberales y conservadores, que produjo más de trescientos mil muertos y millones de desplazados, terminó con otro “armisticio”: el Frente Nacional, que, en cierta forma, fue un pacto de impunidad política y judicial. Nunca fueron a los tribunales quienes estimularon semejante desastre que pasó por balacera en la Cámara de Representantes, el cierre del Congreso por diez años y la comisión de toda clase de barbaridades de lado y lado.

Belisario Betancur, comenzando el gobierno y con el concurso de ese gran jurista que fue Bernardo Gaitán Mahecha como ministro de Justicia, sancionó una amplísima ley de amnistía, 35 de 1982, con la cual firmó la paz con la Coordinadora Nacional Guerrillera. Con esa ley recuperaron su libertad todos los guerrilleros del M-19 a quienes el gobierno Turbay había dejado en la cárcel.

Virgilio Barco, con leyes de amnistía, logró la paz con el M-19, firmada con el comandante Pizarro en marzo de 1990 y, como en los casos anteriores, los autores no fueron ni un solo día a la cárcel ni tuvieron que contar la verdad. Lamentablemente, con Pizarro pasó lo que había ocurrido con Guadalupe Salcedo y pasa aún con centenares de desmovilizados de las Farc: fueron asesinados después de entregar las armas.

En todos los procesos mencionados, fue la justicia ordinaria la que se ocupó de aplicar las leyes expedidas para la terminación de conflictos armados. En el proceso con las Farc existió una diferencia fundamental frente a los anteriores: se creó una jurisdicción especial al margen de la justicia ordinaria”.

Este recuento histórico nos invita a hacer de la primacía de la realidad un insumo racional que conduzca a lograr que la Paz Total sea sinónimo de convivencia y la guía que permita convertir en Ley este proyecto de Paz, máxime cuando el carácter del conflicto armado, cambió en Colombia y urge un acuerdo para ello.

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