Octavio Cruz
Entre los legos, el conocimiento y las nociones se adquieren a través de la experiencia y la práctica personal, más que en escuelas o universidades. Esta situación suele ser aprovechada por quienes están instruidos o especializados en ciertas áreas: profesionales que, en sociedades moral y éticamente laxas, terminan maquinando y manipulando desde el desconocimiento general. Se trata de procedimientos invisibles, que operan frente a sucesos difíciles de explicar o ante hechos que, a primera vista, parecen carentes de sentido.
Este fenómeno ocurre con frecuencia en las llamadas comunidades civilizadas, aquellas que han estructurado su funcionamiento alrededor de distintos poderes: el Ejecutivo (los gobiernos elegidos), el Legislativo (congresos), y el Judicial (cortes, tribunales, jueces). No obstante, en la práctica, hay otros poderes que ejercen influencia directa. El denominado “cuarto poder” —los medios de comunicación— ha adquirido un protagonismo clave, y más recientemente se ha comenzado a hablar de un “quinto poder”: la ciudadanía conectada a través de redes sociales, capaz de divulgar información sensible —como lo ejemplifica el caso Wikileaks—, fuera del control de los tres anteriores.
En Colombia, esta manipulación se ha convertido en una práctica común, afectando de manera evidente la convivencia justa y equitativa. Las distorsiones provienen desde todos los vértices del poder, y en ese contexto, la justicia —y por tanto el poder judicial— tiene un papel esencial: vigilar, controlar y sancionar las maniobras ilícitas que se gestan desde otras esferas de poder. Sin embargo, el cuarto poder, supuestamente independiente, actúa con frecuencia en su contra, sin control alguno, y no duda en recurrir al engaño, la falacia, la mentira o la suposición, ante una población mayoritariamente confiada, educada para seguir instrucciones sin cuestionar. Esto ha contribuido a la degradación de una democracia aún incipiente, que ahora enfrenta abiertamente a un gobierno elegido por una ciudadanía desesperada, con expectativas de cambio político y económico frente a décadas de inequidad e injusticia.
Se conoce como guerra jurídica o lawfare la estrategia que, en lugar de acudir a la violencia armada, instrumentaliza a miembros de la rama judicial para atacar, desacreditar o neutralizar adversarios políticos. Esta práctica, utilizada por actores poderosos y adinerados, resulta mucho más barata que financiar guerras militares o sobornar gobiernos enteros. No busca conquistar territorios, sino controlar medios de producción y sistemas financieros. Esta alternativa —más silenciosa, pero igual de eficaz— se ha convertido en costumbre en muchos países, incluido Colombia, especialmente en aquellos que han intentado implementar sistemas sociales progresistas.