Carlos Lagos Campos
En el corazón de Colombia, donde las montañas abrazan la selva y los ríos cantan historias de resiliencia, late un problema que, como un veneno sutil, corroe el alma de nuestra sociedad: La codicia. No es un defecto menor, ni una simple inclinación humana; es una fuerza que, como un río desbordado, arrastra consigo la equidad, la seguridad, la justicia y la esperanza, alimentando las llamas de la criminalidad y la desigualdad. ¿Cómo hemos permitido que este mal silencioso se enraíce tan profundamente? Y, más importante aún, ¿cómo lo enfrentamos sin perder la fe en lo que podemos ser como nación?
La codicia no se presenta siempre con el rostro evidente del servidor público o contratista que desvía millones o del narcotraficante que acumula fortunas a costa de las vidas de sus víctimas. A veces, se disfraza de ambición legítima, de esa “viveza” que, en nuestra cultura, hemos aprendido a tolerar e incluso a celebrar. Pero, como bien lo ha señalado el PhD Eduardo Pizarro en sus análisis sobre la violencia en Colombia, la codicia es el motor de actividades criminales como el narcotráfico y la minería ilegal, que no solo destruyen el tejido social, sino que perpetúan un ciclo de pobreza y exclusión. Cuando unos pocos concentran la riqueza mientras millones luchan por sobrevivir, la codicia se convierte en la raíz de la inequidad, esa brecha que, según el Banco Mundial, sitúa a Colombia entre los países más desiguales de América Latina, con un coeficiente del índice Gini de 0.54 en 2023, que no se ubica en el tercer lugar a nivel mundial como uno de los países más desiguales del mundo, solo es superado por Sudáfrica (63.0) y Namibia (59.1). En el continente americano, Colombia es el país con mayor desigualdad de ingresos.
Pensemos en la contratación pública, un terreno donde la codicia ha encontrado un lugar cómodo. Cada año, miles de millones de pesos destinados a escuelas, hospitales, carreteras y en general obras públicas y sociales terminan en los bolsillos de quienes ven el erario como un botín. No es un secreto: los escándalos de corrupción, desde los sobrecostos en obras hasta los contratos amañados, son la prueba de que la codicia no solo roba recursos, sino que también sé roba los sueños y oportunidades de los colombianos. Mientras un hospital rural carece de medicinas, alguien celebra un contrato inflado en una oficina lujosa. Esta injusticia no es un accidente; es el resultado de un sistema que, sin controles rigurosos, permite que la avaricia prospere.
Pero la codicia no solo vive en los altos círculos del poder. Se manifiesta en las economías ilegales que, como señala Pizarro, alimentan a los grupos armados y perpetúan la violencia. La minería ilegal, que envenena ríos y desplaza comunidades, y el narcotráfico, que siembra muerte en cada esquina, son hijas de la misma ambición desmedida. Estos flagelos no solo destruyen el medio ambiente y la seguridad, sino que refuerzan una mentalidad donde el fin justifica los medios, donde el dinero rápido vale más que la dignidad humana.
Entonces, ¿cómo enfrentamos este mal que nos aplasta? La respuesta no es sencilla, pero comienza con un cambio profundo en nuestra forma de pensar y actuar. Primero, necesitamos instituciones fuertes que cierren las puertas a la corrupción. Auditorías transparentes, procesos de contratación abiertos y sanciones ejemplares para los corruptos, son pasos esenciales. Las tecnologías como blockchain pueden garantizar que cada peso público sea traceable, devolviéndonos la confianza en nuestras instituciones. Pero esto no basta: la justicia debe ser rápida y visible, para que la impunidad deje de ser la norma.
En segundo lugar, debemos cultivar el talento humano, esa riqueza que todos llevamos dentro. En los hogares y las escuelas, podemos enseñar a las nuevas generaciones que el éxito no se mide en billetes, sino en el impacto que dejamos en los demás. Programas educativos que combinen ética, empatía y habilidades prácticas pueden transformar la mentalidad de acumulación en una de colaboración. Si cada colombiano descubre y pone al servicio de los demás sus talentos, construiremos una sociedad donde la codicia no tenga cabida.
Además, es urgente combatir las economías ilegales con alternativas viables. En regiones donde el narcotráfico y la minería ilegal son la única fuente de ingresos, el Estado debe ofrecer oportunidades reales: agricultura sostenible, ecoturismo, cooperativas que empoderen a las comunidades. La tecnología, como el monitoreo satelital, puede ayudarnos a desmantelar estas redes criminales, pero sin un compromiso con el desarrollo humano, cualquier esfuerzo será insuficiente.
Por último, necesitamos un cambio cultural. La codicia prospera porque, en ocasiones, hemos glorificado al “avivato”, al que se salta las reglas para salir adelante. Es hora de celebrar a quienes construyen, a quienes comparten, a quienes eligen el bien común sobre el beneficio personal. Campañas que resalten historias de altruismo, espacios de diálogo comunitario y reconocimientos a quienes priorizan la equidad pueden transformar nuestro imaginario colectivo. El éxito, en una Colombia renovada, debe ser sinónimo de servicio, no de acumulación.
La codicia no es un destino inevitable. Es un desafío que podemos enfrentar si, como sociedad, elegimos el camino de la equidad, la justicia y la solidaridad. Colombia, con su riqueza cultural y su pueblo resiliente, tiene el potencial de ser un faro de esperanza. Pero para ello, debemos empezar por reconocer este mal silencioso y trabajar juntos para desterrarlo. Porque cuando la codicia cae, lo que florece es la posibilidad de un país más justo, más unido y más humano.