Ana Duque de Estrada
Politóloga
El caso de Miguel Uribe Turbay revela no solo un episodio de violencia, al mismo tiempo nos muestra una enfermedad más profunda que aqueja al periodismo colombiano: la transformación de los hechos en telenovelas y el ejercicio informativo en una fábrica de emociones, con clara intencionalidad política. Lo que debería ser una noticia —un evento que se relata con datos verificables, contexto y análisis— se ha convertido, una vez más, en un espectáculo emotivo vacío de contenido real.
Titulares como “Estremecedor relato de enfermera que auxilió a Miguel Uribe Turbay”, difundido por medios como Caracol Noticias, son prueba de una estrategia cada vez más común en los medios tradicionales: sustituir el rigor periodístico por la narrativa emocional. No es un error editorial o fruto de una sensibilidad humanitaria, sino de una forma sistemática de manipulación. Bajo la apariencia de una crónica conmovedora, no se aporta ni una sola pieza relevante a los hechos que se supone se están cubriendo. Se busca provocar una reacción emocional, no una reflexión.
Este tipo de contenido opera más con la lógica del entretenimiento, de ‘reality show’ que de información. No hay preguntas esenciales, no hay contraste de versiones, no hay contexto. Los presentadores de noticias, editorializan, ponen la agenda. Lo que hay son historias recortadas, envueltas en un lenguaje sentimental, con personajes buenos y malos, víctimas y héroes, lágrimas y tensión. En resumen: una novela. Pero no una novela cualquiera: un relato diseñada con precisión para moldear emociones, desviar la atención y reforzar una versión única de los hechos.
Muchos creen que, al detectar titulares escandalosos o al desconfiar de ciertas fuentes, ya son inmunes a la manipulación mediática. Lo que no ven es que la narrativa emocional actúa de forma más sofisticada. No te impone una idea; te seduce con una historia. No te exige que pienses; te lleva a sentir. Y una vez que una emoción se apodera del juicio, la crítica se desactiva. Es una operación casi científica.
¿Por qué es tan efectiva esta estrategia? Porque vivimos en una época donde la atención es el recurso más escaso y codiciado. Los medios necesitan clics, vistas, tiempo de pantalla. Y lo emocional, lo anecdótico, lo que “toca el corazón”, es lo que más retiene. Así que, mientras el país ora por Miguel Uribe Turbay y se entremezcla su historia de vida y la de su familia, de forma tal que se eleva a la categoría de mártir, el análisis contextual pasa segundos y terceros planos. No hay periodismo investigativo ni se contratan visiones. Se viralizan los “relatos estremecedores”, se culpa de los hechos al lenguaje político, a la polarización, lo que no aporta nada relevante al hecho mismo, pero logra un efecto: indignación y rechazo.
El periodismo que apela a la emoción antes que al dato es profundamente irresponsable. Además de distorsionar la realidad, la reemplaza. No informa: forma opinión sin que el lector siquiera lo note. Lo peligroso no es que emocione, sino que emocione sin fundamento, y que use esa emoción para instalar narrativas disfrazadas de verdad.
En lugar de explicar el contexto político, las consecuencias institucionales o el trasfondo real del caso, los medios prefieren entregar a la audiencia una historia que funcione como catarsis colectiva, una escena construida para que el espectador se sienta conmovido… pero nunca informado.
La manipulación emocional en el periodismo es más peligrosa que el sensacionalismo vulgar, porque no apela al morbo ni a lo escandaloso de forma explícita, sino que se introduce como un veneno dulce: se disfraza de empatía, para moldear la percepción. El resultado es una audiencia desinformada pero convencida de que entiende lo que ocurre. Y esa es, precisamente, la forma más eficaz de control social.
Si queremos recuperar el valor del periodismo como herramienta democrática, necesitamos medios que informen, no que conmuevan sin propósito. Y también necesitamos ciudadanos que exijan hechos, no historias edulcoradas. Porque mientras nos sigan vendiendo novelas como noticias, seguiremos siendo espectadores de una realidad escrita por quienes tienen el poder de narrarla.