Laura Valentina Méndez Serrano
El asesinato del senador y precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay, ocurrido tras un atentado el pasado 7 de junio y consumado con su fallecimiento el 11 de agosto de 2025, representa una herida abierta en la democracia colombiana. Es evidente que este crimen revive episodios oscuros del país, en donde nos muestra el reflejo de una debilidad institucional.
Teniendo en cuenta lo anterior, hacer una conexión entre lo mítico y lo real es necesario para comprender como funciona la política y la tragedia en Colombia. En las tragedias griegas, en este caso en Sófocles, lo extraordinario emerge del común. Y ahora en Colombia lo que parecía propio de la ficción clásica se materializa con el atentado de una figura política en medio de su discurso público. Esa frontera entre tragedia mítica y realidad no solo se cruza: se disuelve y se fusiona. La política se convierte en escenario de dolor, vulnerabilidad y muerte, donde los rostros ceden lugar a víctimas que representan la fragilidad histórica de un sistema democrático.
La tragedia política, en su sentido más profundo, no es solo la caída de un héroe ni el crimen escandaloso: es el colapso de lo público a manos de la violencia. Es también, el resultado de lo que se denomina la “hýbris”, considerada como la soberbia que lleva a los protagonistas a desafiar los límites de la razón y la prudencia. En política, esta hýbris se manifiesta en la incapacidad de reconocer al adversario como legítimo, en la creencia ciega de que solo un bando posee la verdad, y en la instrumentalización del poder para imponerse sin diálogo. Miguel Uribe Turbay, hijo de Diana Turbay, víctima de secuestro y muerte en la década de los noventa, no fue una víctima aislada: su muerte retoma un pasado trágico con nombres como Luis Carlos Galán, Carlos Pizarro o Álvaro Gómez Hurtado. Es, en términos políticos, un eco que regresa como advertencia: la tragedia política no es solo parte de la historia, sino un riesgo latente mientras persista la impunidad, la polarización y la banalización de la violencia verbal y física. Sin embargo, sería un error pensar que el dolor nacional se limita a las muertes de figuras públicas. En Colombia, todos los muertos importan: campesinos, líderes sociales, policías, indígenas, periodistas, jóvenes de barrios populares… Todos ellos son víctimas de la misma fragilidad estatal y democrática que permite que la violencia persista y se normalice.
La tragedia y la diferencia son inherentes a la política. En Sófocles, los conflictos trágicos emergen del choque irreconciliable entre valores. En nuestro presente colombiano, la diferencia se expresa en la pluralidad ideológica que define una democracia, pero también en la tensión que esta pluralidad genera. Cuando los deseos de poder se mezclan con el miedo y el discurso beligerante, el sistema parece deslizarse hacia un punto sin retorno. Sin embargo, la política democrática requiere que esas diferencias se tramiten en la palabra porque mientras la soberbia y la incapacidad de reconocer al otro persistan, seguirá Colombia siendo un terreno fértil para sembrar la violencia y el odio. El asesinato de Uribe Turbay es la radiografía de la incapacidad histórica del Estado para garantizar que las elecciones y la confrontación democrática se desarrollen sin amenazas reales a la vida.
Esta tragedia exige que nos preguntemos: ¿cómo revertir este curso a través del diálogo, de la política como espacio legítimo de conflicto, no de violencia? La respuesta requiere de líderes y ciudadanos comprometidos que rechacen los fantasmas del pasado y dignifiquen la diferencia, pero sobre todo dignifiquen la vida.La democracia colombiana está hoy al borde del abismo, sacudida por otro magnicidio. Solo si entendemos que la indignación colectiva debe traducirse en instituciones más sólidas, políticas más responsables y cultura cívica renovada, podremos construir un país donde su historia no se siga escribiendo con sangre. No solo para rendir homenaje a todas las víctimas, a los 2 mil falsos positivos, a los policías asesinados y a los lideres sociales, sino también para dotar a nuestro país de una política apasionada pero consciente, una política que se defienda con vehemencia y criterio y no con una narrativa donde la diferencia conduce a la muerte. La política es emocional pero que lo que nos mueva no sea el odio sino el amor por nuestra patria.