Laura Valentina Méndez Serrano
Estudiante de ciencia política Universidad del Tolima
l pasado 7 de junio, el senador y precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay fue víctima de un atentado con arma de fuego. Lo más escalofriante del caso es que el autor del disparo fue un menor de apenas 14 años. Escuchar esto no solo estremece: es una radiografía descarnada del estado del país. Un niño disparando a quemarropa a una figura política debería estremecernos hasta lo más profundo. Sin embargo, presenciamos una vez más un acto de violencia que parece ya no sorprendernos. Se ha convertido en una vieja enfermedad nacional que se filtra por las rendijas más vulnerables de la sociedad.
Este hecho no solo conmociona por la víctima —porque, claro, es inquietante y doloroso que la política en Colombia siga traduciéndose en guerra—, sino también por su victimario. Aunque muy lejos de ser inocente, no deja de ser un niño. El menor, según se ha conocido, fue un joven conflictivo que participó brevemente en el programa “Jóvenes en Paz”, impulsado por el gobierno Petro. A pesar de ello, terminó convertido en sicario. ¿Qué falló entonces? ¿El programa? ¿La familia? ¿La escuela? ¿El Estado? La respuesta más honesta es que fallamos todos. Y lo más grave: lo sabíamos.
Colombia se distingue por la proliferación de problemas y la escasez de soluciones. Llevamos décadas hablando de niñez en riesgo, reclutamiento forzado, pobreza estructural, falta de oportunidades, redes criminales que utilizan menores como carne de cañón aprovechando los vacíos del sistema penal juvenil. Siempre lo hemos sabido. Pero cuando el disparo ocurre, fingimos sorpresa.
El hecho de que el agresor tenga 14 años nos obliga a ir más allá del caso puntual. Es urgente analizar cómo opera en Colombia la necropolítica, esa política de la muerte que define quién vive, quién muere y quién es descartable. Aunque a veces no lo veamos, la política sucia ha determinado históricamente las vidas que importan y las que no. Este niño no nació con un arma en la mano. Fue formado —o más bien deformado— por un entorno que lo empujó hacia la criminalidad. Fue seducido, amenazado o cooptado, pero en todo caso, instrumentalizado. No es solo él quien debe responder, sino también quienes se benefician del reparto de la muerte: quienes lo reclutaron, lo entrenaron, lo armaron. Y quienes permitieron, desde escritorios cómodos, que estos vacíos sociales persistieran. Y también nosotros, que por indiferencia nos volvemos cómplices.
Esta tragedia ocurre en un contexto marcado por la polarización y la deslegitimación sistemática del adversario. El discurso incendiario, la deshumanización del contradictor y la normalización del insulto generan un clima en el que actos extremos como este encuentran justificación o, peor aún, indiferencia. Hoy, a Miguel Uribe Turbay algunos buscan convertirlo en un mártir, en símbolo de una violencia entronizada en el corazón de Colombia, donde ya ni siquiera se distingue la ideología.
El país necesita respuestas urgentes y estructurales. Las autoridades deben esclarecer este atentado y asumir que la responsabilidad no se limita al castigo del menor que, como sociedad, ya habíamos perdido hace tiempo.
Colombia necesita también recuperar el verdadero sentido de la política como servicio. Es hora de que la clase dirigente deje de pensar solo en sus intereses particulares. No se trata de silenciar el debate, sino de refundar el respeto por la vida y por el otro, incluso si piensa distinto. Porque la violencia no comienza con un disparo: comienza con los hechos que discriminan, que segregan, que cosifican, que deshumanizan.
Hoy hay un niño tras las rejas y un senador entre la vida y la muerte. Ambos son víctimas de un sistema que, una vez más, eligió mirar hacia otro lado.