Alexander Velásquez
“Debe haber otra vida. No es posible que todo sea esta misma mierda”: Antonio Caballero, escritor y periodista bogotano, en su novela Sin remedio.
Colombia es un país que delira. Y delira con delirios de pequeñez, no de grandeza, creando sus propias narrativas y creyéndoselas. La pequeñez de una clase política que antepone los privilegios de unos pocos —eso que llaman establecimiento, aunque en inglés suena más bonito: establishment—sobre las grandes reformas sociales que mueren ahogadas entre palabras vanas y ociosas.
Hay una frase para los anaqueles de nuestra historia vergonzosa: “No se puede acudir al pueblo sin el permiso del Senado, y el Senado no lo dio”. Que lo haya dicho el propio presidente de esa Corporación, el político conservador Efraín Cepeda, sólo significa una cosa: que en Colombia sí hay una dictadura y esa dictadura se ejerce hoy desde el Congreso de la República: allá se ordena lo que los ciudadanos pueden o no pueden hacer. ¡Publíquese y cúmplase!
Eso es Colombia: un país sin remedio, atascado adrede en discusiones y en frases grandilocuentes que rellenan espacios en los periódicos y los noticieros para justificar su existencia, una nación que nunca va para ningún lado porque el ideal de progreso está borrado de la psique colectiva, que se conforma con el presente inmediato: hoy, esta hora, este minuto, antes del reality o del partido de la Selección. Mañana Dios verá. O proveerá. Y como dejamos todo en manos de la Divina providencia, hasta las reformas sociales van muriendo sin haber nacido, o nacen defectuosas, porque Dios tampoco tiene afán, menos desde que lo sacaron a empellones de la Constitución cuando se declaró a Colombia como un Estado laico.
“Una nación no planeada ni deseada”, que así la describió el historiador Enrique Serrano. Una sociedad que, tras dos siglos de vida republicana, sigue en “obra negra”, porque nada hemos aprendido tan bien como a embolatar las transformaciones que la casa necesita.
De una amena conversación con un amigo escritor concluí que los ricos se repelen entre sí, pero, al final del día, se toleran y se buscan cuando se trata de defender intereses comunes. Lo mismo puede decirse de las élites políticas de Colombia, que entienden perfectamente que defender la democracia es defender primeramente a los ricos y su nivel de ingreso y, lo que queda, si queda, que nunca queda, es para los demás.
Para que quede alguito en bolsillos distintos a los mismos se necesitan las reformas sociales. Pero en Colombia defender la democracia significa otra cosa. Significa diseñar una reforma laboral que no afecte a los que más tienen. En su libro ¿Por qué fracasa Colombia?, Serrano lo define así: “…hagamos lo que es necesario, pero no mucho más, planeemos lo que nos resuelva nuestras necesidades a corto plazo, pero todavía no lo del largo plazo. Respetemos a los que están en el curubito. (…) sufrir por anticipado enormes privaciones como resultado de lo que podrá ser dentro de 30 o 50 años no vale la pena”.
Y como todo queda en ahí vemos, estos políticos se mueren dejándonos como única herencia a sus hijos, nietos o sobrinos para asegurar sus legados y privilegios. Por tal razón, la palabra cambio no les interesa, no figura en sus conversaciones de alto turmequé. Los une el mismo cordón umbilical: el delirio compartido de creer que siempre hay alguien queriendo quitarles lo que les pertenece desde siempre (en muchísimos casos por herencia, sin mayor esfuerzo, no siempre producto de una vida de sacrificios).
“… las hijas de la oligarquía, como usted, tienden a ser más bonitas porque trabajan menos y se alimentan mejor”: Antonio Caballero en su novela Sin remedio.
No más repasemos qué apellidos figuran en el sonajero presidencial o se mantienen vigentes en la escena política: Uribe Turbay (Miguel), nieto de Julio César; Valencia (Paloma), nieta de Guillermo León; Vargas Lleras (Germán), nieto de Carlos Lleras y primo segundo de Alberto Lleras; Gómez Martínez (Enrique), sobrino de Álvaro Gómez, que era hijo de Laureano Gómez; Santos Juan Manuel, sobrino del doctor Eduardo; Pastrana (Andrés), hijo de Misael, y así sucesivamente, para no aburrirlos con las genealogías criollas.
“Para ser parte de las élites es preciso contar con capital relacional. (…) Si los colegios y universidades donde van los hijos de las élites no reciben a quienes carecen de conexiones, entonces el poder se mantendrá en las mismas familias. Esto ha pasado en Colombia durante siglos”, señala Eduardo Lora en Los colombianos somos así. Es decir, el capital relacional es apenas la disculpa para salvaguardar los pesos del capital real, y las élites garantizan a perpetuidad la solvencia de sus apellidos casándose entre ellos, ya sin necesidad de la odiosa dote, porque para eso están hoy las capitulaciones o acuerdos prenupciales. Un rico es rico porque no deja nada al azar. Los asuntos de linaje no son una preocupación para los pobres. Un pobre se conforma con llenar el buche, no la alcancía.
No sé si eso explique el hecho de que el expresidente Juan Manuel Santos, agazapado, le venda el alma al diablo (léase, Álvaro Uribe, su más íntimo enemigo, aquel al que desobedeció luego de darle la bendición presidencial), al proponerle esta semana unirse para “defender la democracia”, como si fueran los Superamigos.
En este pulso político pierden los ciudadanos porque las reformas sociales pasaron a un segundo plano.
Se está poniendo en evidencia el expresidente Nobel, pues defender la democracia significa, ni más ni menos, que apostar por un candidato propio. Creo que más temprano que tarde sabremos si Santos se la jugará por una ficha de la centro-derecha, que podría ser la señora Claudia López, o una de la derecha propiamente dicha, que podría ser su ex pupilo Germán Vargas Lleras, lo que suena más lógico por aquello de la solidaridad de casta: honrar los apellidos con pedigrí, devolverles el poder a los cachacos con alcurnia y, en últimas, quitarle la posibilidad a Petro de inclinar la balanza hacia la izquierda o hacia la centro-izquierda. Ocho partidos no necesitaron de plenarias, comisiones ni proposiciones para salir en bandada a “defender la democracia” de un posible golpe de Estado, el nuevo argumento delirante de quienes ansían despiertos el poder. En este pulso político pierden los ciudadanos porque las reformas sociales pasaron a un segundo plano.
Y ¿Dónde estaba el doctor Santos cuando su en ese entonces jefe encontró a quienes hicieran el favor de voltear por él la Constitución de Colombia para poderse reelegir en el cargo? Pusieron patas arriba la democracia y él andaba calladito —como aplicado funcionario en el Ministerio de Defensa, donde aquel lo puso—, frotándose las manos como su seguro sucesor para, finalmente, aplicarle a Uribe la de Judas a Cristo. El propio Uribe lo llamó traidor y mentiroso, y ahora el traidor y mentiroso busca la redención, pescando en río vuelto para asegurarse su buena pesca electoral.
Con su aura de zorro político, el llamado de Santos a defender la democracia no es gratuito. Mucho me temo que jugará con candidato propio, con nombre de mujer, que, si es la que el oráculo me sopló al oído, entonces podría haber, por primera vez en la historia de Colombia, no una sino dos mujeres gobernando en palacio, siempre y cuando el Nobel de Paz juegue bien sus cartas, sin santurronerías. Falta ver si este país machista, a ratos más chistoso, tolera una sobredosis de estrógenos en la Casa de Nariño.
¿En qué momento la enmohecida clase política convirtió hábilmente la necesidad imperiosa de una reforma laboral en un llamado a salvar la democracia?
Pero perdón, ¿de qué democracia estamos hablando?
Si al pueblo no se le puede consultar sobre los problemas que lo aquejan, siguiendo instrucciones del doctor Cepeda, entonces, ¿Cómo es eso de que el pueblo es soberano? ¿Soberano para qué? En Colombia sólo hay una soberana verdad: el papel lo aguanta todo y, por lo visto, la Constitución también.
Hay que defender la democracia, aunque sea imperfecta, dicen.
Yo creo que no existan las democracias imperfectas, del mismo modo que no existen las dictaduras imperfectas. Esa es una disculpa típicamente colombiana para justificar los desmadres de una clase política vetusta, —“momificados notables” fue uno de los apelativos que usó Antonio Caballero alguna vez—, incapaz de reformarse a sí misma (no se bajaron el sueldo y nadie chistó), pero sagaz a la hora de sabotear las reformas sociales en los términos en que las presentó el gobierno para cumplir sus promesas de campaña. Señores: La democracia no es (solamente) abrir las urnas cada cuatro años. Ese es el espectáculo colorido de la democracia, cosa bien distinta.
“La democracia representativa es un sistema de gobierno en el cual el poder político reside en el pueblo. (…) En una verdadera democracia se protegen los derechos individuales y se promueve la participación ciudadana en la toma de decisiones políticas”, dice Eduardo Lora, autor del libro Los colombianos somos así.
En la Colombia de este primer cuarto de siglo existe un gobierno legitimado en las urnas, no una dictadura impuesta a las malas. Lo que hay son unas élites políticas anquilosadas que, desde el Frente Nacional, aprendieron a alinearse para quitarse la caspa de encima, la propia y la ajena.
En Historia de Colombia y sus oligarquías, Antonio Caballero relató lo que le hicieron al valiente Alfonso López Pumarejo cuando quiso dárselas de progre con su Revolución en Marcha: entre otras, propuso una reforma laboral, una reforma agraria y una reforma tributaria que en su segundo gobierno (1944), “por primera vez puso a los ricos a pagar impuesto de renta y patrimonio, como suma a los que ya pagaban los pobres”, según cuenta Caballero en su libro.
Y sigue: “… su Partido Liberal (…) no estaba preparado para eso: seguía siendo mayoritariamente un partido caciquil de gamonales, abogados y terratenientes, como en los tiempos de Murillo Toro o el general Santander. Por eso López mismo, mediada su administración, tuvo que anunciar una pausa en las reformas. Pues pese a tener un Congreso hegemónicamente liberal —el jefe conservador Laureano Gómez había ordenado la abstención electoral de su partido— este estaba hecho de liberales de muy distintos matices… (…) Así que las reformas anunciadas no pasaron del papel a la realidad de los hechos”.
Había dicho el expresidente López Pumarejo, a quien su hijo, Alfonso López Michelsen, llamó “un burgués progresista”: “El deber del hombre de Estado es efectuar por medios pacíficos y constitucionales todo lo que haría una revolución por medios violentos”.
Estamos hablando de hace 90 años. No hay ninguna diferencia con lo que pasa hoy. Es como si Gustavo Petro fuera la reencarnación del mismísimo López Pumarejo. Dentro de cien años la historia será la misma y los apellidos que la escriban también.
“Los colombianos pasaron de matarse por razones políticas a ignorar la política”: Eduardo Lora, economista bogotano, en Los colombianos somos así.
Un país que observa apático su presente, menos le va a interesar verse en el espejo de su pasado. Si la historia de Colombia parece la misma es porque la escriben los mismos, cuidándose de que nada cambie, porque cualquier reforma profunda significa incomodarlos a ellos, asaltar de mala fe sus privilegios y sus bolsillos, amenazar su statu quo. Bajo esa óptica, la igualdad, el valor supremo de las naciones genuinamente democráticas, no pasa de ser la figura decorativa de nuestra Carta Magna, a la que invocan de tanto en tanto, como el creyente que abre la Biblia para pedirle favores a Dios.
Les molesta que Petro haya anunciado su intención de materializar la consulta popular por decreto, pero muy rápido se nos olvidó que si llegamos al clímax del cuento fue gracias a un Congreso de la República ineficiente que se cerró a la banda para negar las reformas, no discutiéndolas. ¿Por qué nadie cuestiona la dictadura velada que oficia desde el Capitolio Nacional?
Tildar a Petro de dictador, como lo hacen congresistas y opinadores de la talla de Daniel Samper Ospina, además de demencial, es desconocer lo que significa una dictadura o incluso una semi-dictadura, que la hubo en tiempos de Julio César Turbay Ayala, el señor liberal que, usando la arenga anticomunista, inventó enemigos de la nación para imponer su Estatuto de Seguridad, con lo cual los allanamientos sin orden judicial, las detenciones arbitrarias, la tortura y la desaparición forzada fueron el pan de cada día; o mucho antes los gobiernos tiránicos de Laureano Gómez y Mariano Ospina, los señores conservadores que abonaron con sangre el terreno de lo que luego llamarían Frente Nacional, aquella cobija bipartidista que se repartió el país democráticamente. O en este siglo, las ejecuciones extrajudiciales (los falsos positivos durante los ochos años de la era Uribe, a expensas del Estado, antes y después de estos crímenes), la canalla normalización de la muerte como moneda de recompensa, premio perverso a los “resultados efectivos” en la lucha contra la guerrilla, usando inocentes para acomodar las cifras de las (falsas) bajas en combate.
Llamar dictador a Petro es saltarse muchas páginas de nuestro pasado atroz, y las redes sociales quedarán para la posteridad como ese testigo fiel de nuestra ignorancia atrevida. Un baño de literatura, la lectura siquiera de las sinopsis sobre la novela de la dictadura, y las múltiples obras que componen este subgénero, empezando por El otoño del patriarca, de García Márquez, les permitiría entender que el mundo no comienza ni termina en sus trinos. ¡Dejen a Petro terminar su periodo o se les complicará la úlcera!
La misma noche en que Petro anunció la consulta popular por decreto, consciente de que la oposición se le vendría encima, también anunció tres millones de bonos pensionales para los adultos mayores de Colombia. Más allá de los medios públicos, la noticia no figuró en los medios nacionales. Es decir, antes había censura de prensa, como ocurrió durante el gobierno del general Rojas Pinilla; ahora la prensa clasifica o descalifica las noticias, escogiendo del discurso del presidente lo que pueda servir a otros propósitos.