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En busca del desacuerdo

Guillermo Pérez Flórez

Bernard Crick en su clásico libro En defensa de la política postuló que el objeto principal de esta es la búsqueda del acuerdo, a través del diálogo. El planteamiento tiene una base ética: escuchar al otro y al menos tratar de entenderlo. Su libro, escrito en los años sesenta del siglo pasado, se volvió un clásico, una especie de manual imprescindible. Desde esa perspectiva, la política es el sustituto de la guerra que, según Clausewitz, es la continuación de aquella por otros medios, y cuyo fin político es imponer una verdad. 

Crick era inglés y no conoció a Colombia. De haberlo hecho, su obra habría tenido otro enfoque, pues en este país se hace política para buscar el desacuerdo. Llegar a acuerdos no es lo importante, imponerse sí. Este espíritu alienta tanto al Gobierno como a la oposición. Para ser justos, hay que decir que no es solo ahora, sino desde casi siempre.

La ética de la discordia

El desacuerdo político, e incluso la guerra, ha sido la regla; los acuerdos, los consensos y la paz, las excepciones. Tras las primeras manifestaciones de independencia vino una especie de todos contra todos, cuando se requería de todos contra España. Así fue a comienzos del siglo XIX, recién iniciado el proceso de independencia de la Corona española. Antonio Nariño, partidario del modelo centralista, y la Junta de las Provincias Unidas de la Nueva Granada, defensoras del federalismo, protagonizaron la primera guerra civil (1812-15), y gracias a esa desunión se perdió la primera República. Nariño mismo denominó a esa etapa como la “Patria Boba”. Se le facilitó a España la Reconquista y Pablo Morillo fusiló sin fórmula de juicio a lo más excelso de la intelectualidad neogranadina, entre ellos a varios discípulos de Mutis en la Real Expedición Botánica. 

 

La Reconquista no sirvió de lección. El siglo XIX se nos fue en guerras civiles, nueve en total. La última, la Guerra de los Mil Días (1899-1902), condujo a la pérdida de Panamá (1903). Pero cien años de enfrentamientos bélicos tampoco bastaron, y durante el siglo XX nos trenzamos en violencias y conflictos armados que mutaron de tal manera que hoy es difícil precisar dónde termina uno y empieza otro. La paz y la convivencia fueron más bien escasas. Tenía razón Bolívar cuando sentenció que cada colombiano era un país enemigo.

Lo acontecido con el proceso de Juan Manuel Santos (2010-18) y las FARC, para la terminación del conflicto armado y la construcción de una paz estable y duradera, es ilustrativo. La oposición, liderada por Álvaro Uribe, carecía de interés en superar sesenta años de sangre y sufrimiento, su propósito era cobrarle a Santos la supuesta traición. La entrega del país a las FARC y al castrochavismo el pretexto. A punta de mentiras y trucos mediáticos ganaron el famoso plebiscito, ante el estupor de un mundo volcado en apoyar la paz, que no lograba entender cómo, después de seis décadas de sangre, viudas y huérfanos, media Colombia quería seguir en las mismas. 

El espectáculo que actualmente protagonizan el Gobierno y la oposición es vergonzoso. El establishment político y económico no leyó el mensaje de las urnas en 2022. No entendió que los dos candidatos que pasaron a segunda vuelta —el presidente Petro y Rodolfo Hernández— representaban, cada uno a su manera, un anhelo de cambio y un hastío con los privilegios y la corrupción. Las consultas interpartidistas fueron un termómetro. Francia Márquez, (la vicepresidenta, sí, sigue siéndolo, aunque no lo parezca) una afrodescendiente sin trayectoria ni aparato electoral, obtuvo 785.215 votos, una votación superior a la de todos los participantes en las diferentes consultas, con excepción de Gustavo Petro y Federico Gutiérrez. Una prueba de la sed de cambio. Petro ganó porque articuló una amplia coalición de partidarios de unas reformas que el país históricamente ha venido aplazando y que, al paso que vamos, seguirá postergando.

Victorias pírricas

Ahí vamos, en un empate negativo. La oposición parece conformarse con que Petro fracase, pese a que no logra despertar ilusión ni organizar ninguna propuesta de país. Con mantener el statu quo, inequitativo y premoderno, le basta. Petro, por su parte, siente que es suficiente con pasar a la historia como el presidente que quiso hacer las reformas y no lo dejaron. Ambas victorias son pírricas. Representan un ejercicio de suma cero. 

Las discusiones sobre la reforma laboral y la consulta popular retratan la mezquindad política que anida en el alma colombiana. La Comisión Séptima del Senado impidió su discusión en plenaria y empujó a Petro a proponer una consulta. Nuestra institucionalidad carece de mecanismos para resolver crisis políticas; a diferencia de los regímenes parlamentarios, el presidente no puede cerrar el Congreso (como ilegalmente lo hizo Ospina Pérez en 1949) y convocar elecciones. La consulta era una forma democrática e institucional de superar la crisis. Pero la oposición, al comprobar que torpemente había llevado a Petro al terreno que mejor le va (la plaza pública), reculó; resolvió negarla y revivir la reforma: una habilidosa y marrullera jugada. Aún no está claro la legalidad de como lo hizo, eso tendrá que decidirlo el Consejo de Estado en donde cursa una demanda. Y el Presidente, en lugar de celebrar la resurrección de su propuesta laboral arriesgó su capital político convocando a un paro,fortaleciendo así el relato opositor que afirma que a él los derechos de los trabajadores le importan menos que hacer campaña. 

Los puentes del entendimiento están rotos. La política del desacuerdo ha triunfado. Algunos se frotan las manos y piensan que “esto ya se fue así” y solo resta esperar al 7 de agosto del 2026. Vana ilusión. Petro saldrá de la Presidencia —como Uribe—, pero, al igual que este durante Santos, puede hacer ingobernable la república y perpetuar la discordia, justo cuando más unidad se necesita, en un mundo que se transforma aceleradamente. 

¿Habrá espíritus sensatos dispuestos a dialogar, a entender la política en los términos de Bernard Crick y buscar acuerdos?

Este artículo fue publicado el 2 de junio de 2025 en El País de Madrid.

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